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Ciencia y religión - II


El fin del saber estriba en la capacidad de dominio del hombre sobre la naturaleza. Saber es poder.

Francis Bacon

El río Nilo Azul a su paso por Etiopía y Sudán
Fuente: Wikimedia Commons
Eugene G. d'Aquili, junto con Andrew B. Newberg, refieren en The mystical mind: probing the biology of religious experience la anécdota de un bosquimano del desierto de Kalahari que, tras ser picado por un mosquito, acude a un médico para que le provea del correspondiente medicamento para prevenir la malaria. Justo después, confiesa al doctor, irá a ver al hechicero de la tribu lo que despierta una curiosidad que el bosquimano satisface con esta escueta frase: acudo a usted porque he sido picado por un mosquito y voy al hechicero para saber el motivo de ello. El motivo por el cual el mosquito picó a ese individuo concreto en ese preciso instante de su existencia es uno de esos fenómenos que al final del artículo previo tildaba de metafísico y como tal su razón no puede ser dada más que por una teoría mítica. En aquel artículo se trató de cómo, gracias a la medición del Nilo, era posible prevenir los daños causados por su crecida. Hasta entonces la teoría científica sólo había logrado responder al cuándo siendo monopolio de lo mítico el por qué que, si recuerdan, se explicaba recurriendo a teorías tales como: (i) la llegada de Hapi o (ii) las lágrimas que Isis derramaba en honor a su difunto marido Osiris. Si nos remontamos en torno al 484-425 a.C., época en que vivió Herodoto, podemos comprobar que algunos griegos, queriendo señalarse por su ciencia, discurrieron tres explicaciones diferentes acerca de este río (Los nueve libros de la historia; libro segundo, Euterpe: la conquista de Egipto por Cambises II): (iii) la primera de ellas achaca el crecer del Nilo a los vientos etesias; (iv) proponiendo al mismo Océano como fuente del Nilo se comprende lo imposible de que éste desagüe; (v) finalmente la que atribuye el nacimiento del Nilo a la nieve derretida. El propio Herodoto da muestra de escepticismo reprobando la primera de tales teorías por cuanto debería suceder esto mismo al resto de ríos que corren opuestos a los etesias, menos crédito aún merece la segunda que ni tan siquiera se molesta en rebatir y rechaza la última alegando: ¿cómo, pues, podría nacer de la nieve si corre de lugares muy calientes a lugares más fríos?. Este empeño crítico, propio de la ciencia, sólo es posible en razón de que descansa sobre un suelo de teorías, del mismo modo que la teoría defendida en estas líneas sólo podrá ser criticada al contraponerla con otras teorías; así, para que la ciencia pueda desechar teorías, para que opere un mecanismo de selección, antes ha tenido que desembarazarse del útero en el que se gestó: el pensamiento mítico. De ahí que las teorías (i) y (ii) se asuman acríticamente: la primera causa propuesta como explicación de algo que requería explicación, como explicación del conflicto vital, valía como verdad para el hombre ateórico. El conflicto se revela al crear un corpus mitológico (narratividad), al hacerse inevitable el enfrentamiento teorético, al hacerse patente lo contradictorio de la suma de ambas teorías. La única forma de medir teorías es en relación a otras (de ahí la necesidad de denunciar el ateorismo), en el caso de las teorías míticas la elección atiende a motivaciones de índole política (autorreferencial y más subjetiva que objetiva); la ciencia, por su singular condición, proporciona los mecanismos específicos para desestimar cada teoría concreta (falsabilidad) y esto pasa por definir el contexto en el que la teoría fallaría de tal suerte que no se cumpla lo por ella pre-dicho (referencial y más objetiva que subjetiva). Así actuó Herodoto forzando a la construcción de una nueva teoría más plausible: algo más de un milenio después del episodio del atonismo relatado en el artículo anterior Ptolomeo II Filadelfo (cuyo reinado se cifra de 285 a 246 a. C.), tal como registra Agatárquidas de Cnido, ordenó remontar el curso del Nilo Azul atestiguando que (vi) las inundaciones se debían al monzón estival que regaban el Lago Tana, fuente del citado afluente. Evidentemente el motivo por el cual se desborda el Nilo dista mucho de ser un fenómeno metafísico, mas lo cierto es que con ello se pone de relieve un aspecto crucial de la ciencia: las teorías científicas sitúan la vida de Eva mitocondrial (el primer humano moderno) hace alrededor de 200.000 años, la vida misma entre 4.400 y 2.700 millones de años atrás y el origen del universo hace entre 13.500 y 15.000 millones de años, pero a día de hoy ninguna de ellas logra dar una respuesta unánime al por qué de la existencia del homo sapiens, de la vida o de por qué hay algo pudiendo no haber nada. En cambio, las religiones proveen de respuestas para tales eventualidades adelantándose a la ciencia puesto que posibilitan un sinfín de dudas a las que ésta no tiene acceso, dudas que la teoría científica aún no había podido siquiera plantearse en el siglo III a. C. Están solando el suelo con las baldosas sobre las que andará la ciencia. Podrá tildarse a tales preguntas de ser demasiado metafísicas, pero lo cierto es que aún a día de hoy tampoco existe ninguna teoría científica aceptada por unanimidad que responda con exactitud a la pregunta ¿dónde nace el Nilo? Algunos, como John Hanning Speke, señalan al Lago Victoria, otros, y entre ellos Burkhart Waldecker, al río Kagera e incluso Claudio Ptolomeo especuló con que sus aguas nacieran de los glaciares del Ruwenzori.

Arbor porphyriana de las ciencias
Obra de Ramon Lull

Sorprenderá que la predictividad no conste entre los atributos de la ciencia lo cual merece abrir una acotación. La predictividad no es esencial a la ciencia, y de hecho la ciencia lo hereda del pensar mítico al que está íntimamente ligado en la forma de adivinación que podemos dividir, grosso modo, en presagios y hechizos. La popularidad de los presagios es lo que permitió la existencia de oráculos y sus correspondientes pitonisas alcanzando algunos, como el de Delfos, el estatuto de foco de peregrinación, pero también de augures y muchos otros nombres hasta llegar a las actuales tarotistas. Y desde la biblioteca del rey Asurbanípal, en Nínive, no ha habido ninguna que no reservara parte de su espacio para albergar esas curiosas tablillas, papiros, papeles donde se recogían los presagios. Cada entrada de estas colecciones tenía la forma de una prótasis seguida de una apódosis, de modo análogo a la hipótesis científica: si se produce una variación en la velocidad de la luz solar entonces existe viento del éter. También los hechizos han sobrevivido hasta nuestros días, sea el caso de las oraciones en los rezos cristianos, diferenciándose de los presagios en que es una adivinación activa dado que se trata de una plegaria, generalmente acompañada de sacrificios (no necesariamente de sangre), con el propósito de satisfacer un deseo, o reducido a su forma estructural básica: si yo realizo tal acción seré recompensando con la consecución del suceso deseado, que es análogo a: si yo aumento la frecuencia de onda de la radiación electromagnética a la que está sometido un cuerpo negro conforme a ello se producirá un crecimiento exponencial de la energía por éste emitida tendiendo, según la Ley de Rayleigh-Jeans, al infinito. Por consiguiente, ambas teorías pronostican, lo que las distingue son la consideración de indicio. Mas, es la propia teoría la que otorga el estatuto de indicio, es ella la que determina cuál de entre toda la pluralidad de fenómenos debe ser tomado como indicio. A tal efecto la teoría ejerce una función valorativa, pues en el acto de designar jerarquiza dotando de una mayor relevancia a unos fenómenos con respecto a otros, pero esa jerarquización es análoga a la que el propio cuerpo presta a los objetos que pueblan el entorno en virtud de lo “llamativo” o lo “atractivos” para la atención del sujeto: es una jerarquización necesaria resultado de la finitud del ser humano. La teoría, heredera de tal finitud (como producto humano que es), idealiza; es decir: dota a un fenómeno particular de la capacidad de designar resumidamente a la realidad compleja en la que está inscrito. El empeño por retratar la realidad pasa por simplificar la complejidad inherente a ésta, simplificar como la partición del todo, pero esta división ha de realizarse separando las partes por su precisa juntura a fin de que sean comprensibles para el intelecto. De ahí que el problema sea espacial y que, por consiguiente, se juegue en la brevedad (no cabe epítome de la ciencia actual). Así, la idea “gravedad”, abstrae la parte por el todo; al ser imposible tener la idea del todo la estrategia básica para mentarlo es proceder bien por metonimia bien por metáfora (se asocia lo nuevo con lo conocido, siendo lo primero de lo que tiene noticia el hombre ese saberse ser lo que se es). La realidad aún sigue siendo nueva, aún no ha sido pensada, es un territorio ignoto cuya existencia se deduce al trazar las fronteras que lo acotan, en el mapa sólo hay huecos en blanco garantía de su calidad de inexplorado. A partir de su contorno se representa su contenido, como hace la ciencia, o bien a partir de lo ya conocido, de lo forínseco, se dice que esto es como aquello, tal y como hace toda doctrina mítico-religiosa. El mito, como todo lo que está en el origen, es una representación interna generada por un estímulo externo. La palabra “Hapi” no es el mismo significante ahora que hace tres milenios, hoy apunta hacia un dios del Antiguo Egipto, pero antaño servía para aludir a todo aquello que connotamos cuando hablamos de la riqueza de la vida, lo que para ellos connotaba el Nilo. Lo mítico ha desmigado la realidad y al igual que la ciencia avanza aspirando a proporcionar un retrato fidedigno ordenándose religión en el intento, pues también abarca trozos cada vez más grandes con la esperanza de hacer de Dios una metáfora del todo, porque ese mito ya no es el resultado de la experiencia sentida, sino de las experiencias inteligidas; la religión no es el producto del hombre ateórico, sino del hombre curtido en teorías. Y en ese afán omnicomprensivo se diluye todo hecho futurible, el futuro no se expresa en una oración condicional porque ya no hay nada que adivinar, de ahí que adquiera la forma de la profecía: ocurrirá X. Esto sólo es posible en tanto la religión no asume la realidad como un ente partitivo. Ésta es la creencia que sostiene la pirámide epistemológica medieval, todas las teorías míticas han sido subsumidas en un sistema coronado por Dios, principio del que emana todo conocimiento, así el pensamiento medieval deduce de lo generalísimo, se desciende de la copa del árbol hasta llegar a las raíces: la botánica, la astronomía, la alquimia etc. no son más que asiento de Dios. La razón sólo es válida en provecho de la fe, la fe que sólo puede poseer aquel que se cree en posesión de la idea del todo. He ahí el Dogma por antonomasia, cuya fractura podemos documentar desde Averroes (doble pensar) hasta Descartes-Bacon pasando por Ockham (navaja de Ockham), cuando los hombres, codiciosos de nuevas historias, abandonan el libro sagrado para entregarse con si cabe mayor devoción al libro de la naturaleza, aquel que está escrito en caracteres geométricos. Es el paso del Órganon aristotélico al Novum organum (1620) baconiano.

Modelo heliocéntrico en el manuscrito de Copérnico
Fuente: Wikimedia Commons
El celebérrimo giro copernicano contenido en las páginas del De revolutionibus orbium coelestium (póstumo, 1543), aquella sacrílega colección de letras que gozaría del honor de figurar en el Index librorum prohibitorum et expurgatorum hasta 1835, serviría al papado en su lucha contra el protestantismo. Mientras Lutero y Calvino condenaban con fervor la obra dedicada a Paulo III (Alessandro Farnese) el nuevo modelo sirvió para que, en voz de Cristóbal Clavio, Copérnico (1473-1543) pasara a la historia como el primer hombre en conocer la duración exacta del año. Gracias a tal conocimiento el calendario juliano, aquel mismo calendario de Canopo que exportara Julio Cesar, fue reformando en 1582 pasando a conocerse como calendario gregoriano en honor a Gregorio XIII. Con la reforma se corregía el error de exceso de 0.0078 días que se acumulaba anualmente proporcionando así una mayor exactitud en la celebración de los rituales, algo nada desdeñable. Justo en aquel preciso momento llovían sobre Europa las historias de los exploradores que recorrían la faz de la Tierra, justo entonces los primeros pies europeos remontarían el Nilo Azul hasta el Lago Tana mientras los misioneros se esforzaban por evangelizar a los indígenas americanos. La bautizada como literatura del descubrimiento y conquista de América, narraciones como las del Diario de Colón, las Epístolas de Cortés o Naufragios de Cabeza de Vaca así como las crónicas de indias de autores como Fernández de Oviedo, Bartolomé de las Casas, Díaz del Castillo, Cieza de León o Gómez Suárez de Figueroa fueron el revulsivo que mantendría vivo el fuego anticlerical del erasmismo. Aquellas historias harían convulsionar Europa, siendo la inspiración con la que muchos intelectuales recelaran o en un alarde de valentía sin precedentes negaran abiertamente la validez del dogma católico. A la par que era formulada la invariancia galileana (1632), Descartes consolidaba la noción de sujeto con su ego cogito (1637), Velázquez elevaba al paroxismo la perspectiva en Las Meninas (1656) y Bach alcanzaba la perfección del stylus phantasticus con su BWV 565 (1703) se extendía por Europa el más vigoroso de los relativismos culturales, germen del Siglo de las Luces. No es casual que fuera entonces cuando la ciencia se institucionalizara: en 1660 se funda en Londres la Royal Society, seis años después vería la luz la Académie Royale des Sciences fundada por Louis XIV mientras que la Akademie der Wissenschaften, en Berlín, tendría que esperar hasta el 1700. Para que una actividad se institucionalice debe ser demandado por la sociedad como resultado del valor que concede a tal actividad, tal valor se transforma en responsabilidad conforme la sociedad delega en los miembros de tal sociedad el reconocimiento de la profesión, confiriéndoles autoridad sobre tal ámbito de la actividad humana: deciden lo que se considera “problema fundamental” y establecen una regulación de la conducta. No obstante, es del todo imposible fechar el proceso de institucionalización del pensamiento mítico-religioso (los sacerdotes del Antiguo Egipto pueden considerarse un hito en la institucionalización tanto de la religión como de la ciencia), acontecimiento in illo tempore cuya pervivencia, aún hoy, atestigua el poder que tales teorías han ejercido a lo largo de la Historia, indiscutiblemente superior al de la ciencia (de momento).

Obra de Henri Testelin (1675) que muestra a Colbert presentando a los miembros de la Académie Royale des Sciences a Louis XIV
Jardines de Versalles
Grabado del siglo XIX
Vuelo de los hermanos Montgolfier
Grabado de época
La idea de que la ciencia ofrecía teorías de mayor calidad cuajó especialmente entre los Borbones franceses. Además de la Académie Royale des Sciences durante el mandato de Louis XIV nació el Observatoire de Paris (1667) y se sembraría el germen de grandes escuelas como: Cours de Chirurgie (1724, posteriormente École de Chirurgie), École royale des ponts et chaussées (1747), École royale du génie de Mézières (1748), École des mines de Paris (1783) etc. Sin embargo, si por algo se recordaría al Rey Sol sería por la faraónica construcción del palacio de Versalles. Edificado originariamente por su padre, Louis XIII, alcanzará su máximo esplendor con los jardines que ordenó construir, bajo la dirección de Jean-Baptiste Colbert, en 1661. ¿Cómo es posible que en aquella pequeña localidad donde sólo existían bosques y pantanos se erigiera uno de los jardines más imponentes? La obra, encargada al paisajista André Le Nôtre, mereció el reconocimiento de ser el primer jardín de estilo francés: con más de 130 hectáreas de jardín donde hubo que acondicionar los extensos parterres delimitados por bojes y otros arbustos además de las más de 210.000 flores entre alhelíes, jacintos, dalias, jazmines, tulipanes, crisantemos, narcisos, lirios, silenes, claves de poeta y junquillos; los bosquetes poblados con unos 200.000 árboles entre hayas, robles, fresnos y cerezos silvestres traídos en carros de las distintas provincias de Francia; y la Orangerie, levantada por Jules Hardouin-Mansart sobre los escombros de la recientemente construida por Louis Le Vau que pecaba de pequeña, cobijó en sus más de 3 hectáreas y sus 13 metros de alto a más de 1000 árboles, entre naranjos, limoneros, granados, adelfas y palmeras, traídos desde España, Italia y Portugal. ¡Cuánta agua consumiría semejantes jardines! Los jardines serían regados por aquel imponente Gran Canal (1667-1679) de 1,67 kilómetros de largo y 62 metros de cauce, capaz de acoger un velero de tres palos, una galera, varias chalupas y góndolas; a lo que se sumó los más de 30 estanques siendo de especial relevancia el Estanque de los Suizos, a la vera de la Orangerie, construido sobre un pantano conocido por el elocuente nombre de “estanque fétido”; además de 55 fuentes adornadas con un total de 372 estatuas diseñadas por Charles Le Brun. No es de extrañar que los trabajos se alargaran durante casi cuarenta años. Pero si ya de por sí aquella obra magna era toda una ostentación de ingenio qué decir de toda la tecnología que creció a su sombra. La Máquina de Marly (1681-1684, diseñada por Liégeois Rennequin Sualem) proveía de 3200 metros cúbicos de agua a Versalles mediante un total de 14 ruedas hidráulicas capaces de elevar el agua 163 metros por encima del Sena y conducirla a Versalles mediante unas rampas de 1200 metros. El famoso espejo ardiente, que en 1669 regalara el ingeniero François Villette, capaz de vitrificar piedras o fundir metal casi al instante. La silla volante ubicada en los aposentos de la Marquesa de Pompadour, claro precedente de los modernos ascensores, capaz de evitar las molestias de subir escalones mediante un rudimentario mecanismo de ruedas y contrapesos. La demostración, llevada a cabo por Jean Antoine Nollet gracias a una batería de botellas de Leyden que él mismo había perfeccionado, de la rápida propagación de la electricidad y sus resultados sobre humanos. El reloj astronómico de Claude Siméon Passemant, el más preciso de su época, que Louis XV adquiriera en 1754. La tocadora de salterio (1784) construida por el relojero Pierre Kintzing en honor de María Antonieta era uno de los autómatas más avanzados de la época y la primera ginoide de la que se tiene noticia. Y, finalmente, el primer vuelo de la Historia que los hermanos Montgolfier demostraron ante Louis XVI el 19 de Septiembre 1783: en un globo aerostático de 18,47 metros de alto por 13,28 de ancho y un peso de 400 kilos se elevó a unos 500 metros de altitud sobre Versalles una oveja, un pato y un gallo los cuales aterrizaron satisfactoriamente ocho minutos después a 2,4 kilómetros, en la vecina Vaucresson. Así como espacios dedicados a botánicos como el Jardin du Roi, donde se concentraban unas 4000 especies traídas de todo el mundo, o zoólogos, como los animales exóticos que eran llevados a La Ménagerie, destacando el Rinoceronte de Louis XV, traído en 1770 y famoso por la disecación que causó la muerte de Félix Vicq d'Azyr.

La tocadora de salterio en movimiento

Máquina de Marly
Grabado de época
Reloj astronómico de Passemant
Fuente: Wikimedia Commons
Versalles ejemplifica el sentir de una época en el que la ciencia adquiere protagonismo en detrimento de la religión (Ilustración). La ciencia se ha hecho valedera del trono gracias a la inestimable ayuda de la técnica, pero de una técnica con nombre propio. Técnica no es otra cosa que la aplicación del conocimiento dado por la teoría a fin de satisfacer una necesidad o un deseo material, es decir: bien como adaptación del sujeto al medio (necesidad de vivir), bien como adaptación del medio al sujeto (buen vivir). La ciencia se ha hecho valedera del trono gracias a la inestimable ayuda de la técnica del buen vivir. Técnica que es producción de lo que no estaba ahí en la naturaleza, razón por la que se liga a lo artificial, artificialidad que es heredada del artificio con que actúa la nueva ciencia. Atendiendo al significado etimológico de teoría, observar, el científico no es más que un mero espectador. Para el escolástico la nueva ciencia no atiende a la realidad dado que la modifica, la deforma a su antojo o la crea: la teoría aristotélica del movimiento es rechazada por Galileo atendiendo a “condiciones ideales”, es decir: a su interior y no a su exterior. Bien sea mediante experimentos mentales o materiales el científico actúa sobre la realidad afianzando su férrea voluntad, dotando de un nuevo control al hombre capaz de hacer expresable su voluntad sobre la naturaleza. Aquella ciencia que comenzó siendo ciencia de la repetición es hoy ciencia de la repetición reproducible, de la repetición que es posible repetir bajo las condiciones expresadas en la teoría. Tal proceso se hace patente en el tránsito de la herramienta a la máquina, de la herramienta a la herramienta que hace herramientas, del artesano al ingeniero, en definitiva: de la Revolución Industrial a la que indiscutiblemente conducía tal ciencia. Como resultado de tal esfuerzo surge la tecnología como estudio de la técnica, como ciencia de la técnica; de ahí la constante realimentación entre ciencia y tecnología. Porque ese ocaso de la religión como garante de verdad es la decadencia del concepto de “verdad absoluta”. Porque esa ciencia que tanto prodigan aspira humildemente a la “verdad técnica”. Y esa humildad la técnica es una prueba del éxito de la verdad de la ciencia, humildad porque tal éxito es siempre provisional, implica progreso, perfeccionamiento; de ahí la necesidad de la tecnología para refinar la técnica y de la ciencia para proveérsela. Esa humildad que tan dulces frutos ha proporcionado a la humanidad es el reconocimiento de que todo nuestro conocimiento empírico es incompleto y abierto a revisión (la ciencia es falsable, nunca verificable). En cambio, la religión ha sido dada en su estado de perfección (completud), no cabe duda alguna porque no acepta graduación alguna. Por eso la religión, orgullosa, propugna la verdad de la autoridad, mientras la ciencia denuncia toda autoridad atacando todos los nombres que la mimaron siendo niña.

Obra de Nicolas Monsiau (1817) que muestra a Louis XVI dando isntrucciones a Jean-François de La Pérouse

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Ciencia y religión - I


... cuando el ascenso alcanzaba doce codos, hay hambre; en trece hay escasez; catorce trae alegría; quince seguridad y dieciséis abundancia gozo o placer.

Plinio el Viejo

Considero que urge realizar un viaje, un tranquilo viaje. Su urgencia se debe a la necesidad de distinguir, con más premura de la que convendría, aquello que es ciencia de aquello que no es ciencia. A su vez es necesario recorrer, con menos presura de la que convendría, la historia intelectual de Occidente, pues es del todo imposible comprender el hoy sin tener presente el ayer. Para ello dedicaré unas breves líneas a caracterizar el hacer científico contraponiéndolo a otros diversos “haceres” propios de la humanidad. En el presente artículo, como su título indica, me ocuparé de la religión, en concreto de las que atañen a occidente, las religiones abrahámicas.

La primacía de lo vivido sobre lo pensado se expresa a cada desvelo humano. Lo vivido pesa como una losa cuyo pesar es pensado y repensado, se desea desentrañar el significado del epitafio a fin de descubrir cómo aligerar el paso. Lo vivido, en tanto pensado, es un cadáver. Y, aún con todo, el hombre necesita tomar decisiones pese a la incertidumbre, necesita tomar decisiones porque está vivo, y porque está vivo quiere mantenerse en la vida, mas la vida acucia decidir. El decidir en el que más vida se apuesta es aquel que requiere una respuesta inaplazable; la respuesta misma es inaplazable porque de concederle tiempo sobreviene la muerte. Visto así no es más que un juego, una partida de póquer donde se arriesga la vida, y ante el previo conocimiento del ineludible envite uno hará lo propio: surtirse de teorías y, de entre ellas, nutrirse de aquella más eficiente, aquella que promete victoria. Esta misma justificación racional de cómo nosotros, como especie, adquirimos sabiduría es una teoría. ¿Pero qué clase de teoría? La experiencia dicta que entre la diversidad de lo mismo siempre podemos encontrar cosas que se relacionan por su calidad; que entre las teorías, la que nos permita sobrevivir más y mejor, será por tanto de mayor calidad. De ahí la necesidad de discernir entre tipos de teorías, una necesidad para la cual se aplica la misma teoría.

Estatua de Hapi. Museo de Bellas Artes de Lyon.
Fuente: Wikimedia Commons
Las teorías se distinguen en su modo de actuar, en su respuesta ante el hecho. En su modo de actuar se distinguen dos momentos: la satisfacción de la duda, pues sin la previa resolución del conflicto epistemológico que provoca el hecho no puede decidirse, y la actuación que sigue a esa resolución. A mejor respuesta mejor actuación, por eso buscamos teorías que impliquen un mayor grado de certeza. Si la certeza no fuera gradual no podría hablarse de teorías. Mas, quizá, si el hecho no hubiera suscitado en nosotros una duda absoluta, tampoco podrían existir teorías. Esta misma disertación tiene por objeto resolver una duda que subyace al hecho innegable de que teorizamos, y para su resolución estoy operando con una teoría que considero útil por el grado de certeza que me proporciona. El que pueda ocuparme de este hecho particular es porque otras personas, con anterioridad a mí, han invertido su tiempo en ocuparse de dudas más perentorias, las que subyacen a los hechos peligrosos, aquellos que dificultan la vida. Si el hecho de que la civilización egipcia se erigiera en la ribera del Nilo podemos entenderlo atendiendo a la proliferación de recursos alimenticios que propicia su cauce, es evidente que un hecho tan problemático como las crecida del Nilo debió causarles, como mínimo, estupor. Por eso el conflicto epistemológico, en su sentido más primario, es un conflicto vital. El conflicto vital que ocupó a los egipcios es evidente, mas lo que interesa es el cómo lo resolvieron para así comprender mejor los distintos tipos de saberes y cómo se articulan. En el momento en que fueron afectados por primera vez por las inundaciones el hecho debe ser entendido como simple apariencia. Las muertes que asolaron la región debieron infundir un pavoroso miedo entre quienes sobrevivieron al suceso, no tardaría en contagiarse el pánico a través de las narraciones de esa vivencia, causando así el desconcierto entre la población, desconcierto que por definición no es otra cosa que el “no saber qué hacer” de la duda absoluta. Ante semejante miedo hacia el Nilo, pero también hacia su dependencia, se gesta un primer mecanismo de supervivencia: el mito. Ahora la inundación es explicable, podemos atribuirle una causa y, más aún, acusar responsabilidad. El hecho es comprensible en tanto el desbordamiento del Nilo pasa a ser la llegada de Hapi (dios del Nilo). Lo sucedido ya es signo de algo, acaba de adquirir significado; y no hay mayor sosiego que conocer el significado de lo que ocurre a nuestro alrededor. El mito, en su modo de abordar el problema, ha conseguido solventarlo: se mantienen los asentamientos porque hemos conseguido justificar la muerte, hemos conseguido dar cuenta de ese problema que nos afecta. Esta resolución no es otra cosa que un dotar al hombre de control sobre la realidad, un ensancharse de su voluntad la cual se extiende a dominios que antes eran ajenos a su ser, así el mito se institucionaliza en tanto se genera en la sociedad una nueva división de trabajo: los sacerdotes. La función de estos hombres no era otra que comunicar a los dioses esa voluntad popular que desencadena el mito. Mas esta solución presenta un desarrollo ulterior en la cual Hapi, al ser venerado como símbolo de la fertilidad, adquiere un estatuto superior en el que no sólo expresa la dependencia de los egipcios hacia el Nilo, sino hacia el propio mito. Como bien sabían sus seguidores, que lo adoraban por encima del propio Ra (dios del Sol), se podía vivir en la oscuridad, pero sin el Nilo aquella sociedad habría sucumbido y lo que es aún peor, gran parte de los individuos que la constituían hubieran perecido. Así, Hapi es también padre de los dioses. Nos encontramos en los albores de la religión. Este grado de abstracción es un paso decisivo, su victoria supone la conquista de una realidad fragmentaria que pasará a ser integrada en la forma de un único dios en estadios cada vez más definidos hasta el triunfo del monoteísmo.

Nilómetro de Elefantina
Fuente: Wikimedia Commons
Una teoría sobrevive en función del control que proporcione a los hombres. Las primeras teorías, como todo, son siempre rudimentarias, pero con el paso del tiempo también el hombre aprende a teorizar, refina su trabajar dando lugar a teorías más sofisticadas. Los sacerdotes de Elefantina ocupaban un puesto privilegiado en la sociedad de la época, eran portadores de una responsabilidad que antes correspondía al Nilo y, como tal, la sociedad pasó de depender del Nilo a depender de los sacerdotes. ¡Imaginen el peso que tuvieron que soportar estos hombres! Las sucesivas crecidas del Nilo son experimentadas como fenómenos. El hecho ya no es inesperado, por lo que los hombres, desprovistos de su miedo, pueden mirar con nuevos ojos esa realidad. Ante esa carencia de miedo hacia el Nilo, pero también ante el hecho de que la repetición está recorrida por la diferencia, se gesta un segundo mecanismo de supervivencia: la ciencia. Son los propios sacerdotes quienes se encargan de la construcción de nilómetros mediante los cuales medir las crecidas y tener constancia de las diferencias; son ellos mismos quienes mediante tales registros dan a luz una de las mayores hazañas científicas: el calendario. La travesía intelectual es de una belleza absorbente: la representación de los niveles de agua ha dado lugar a la representación del tiempo, de ahí que para el poeta el tiempo sea una sustancia acuosa. De una presunción mínima, si acaso irrisoria, la del hecho particular que se hace patente a todos los hombres de Egipto, el Nilo no es siempre el mismo, sólo unos pocos han podido ofrecer una presunción más general de la que aquella es una de muchos casos. El control que otorga al hombre el calendario es muy superior al que otorga Hapi, tal es así que, como es sabido, el mito fracasa en su objetivo de proporcionar al hombre un mayor control; pero no es un fracaso estrepitoso, pues le brinda la esperanza que aguardaba en la ciencia. Mas en este primer estadio de la ciencia, tan restringido, el controlar sólo puede ser una aspiración de predecir. En tal caso, mientras antaño el sacerdote sólo podía ofrecer como testigo de la crecida sus rezos, ahora el calendario es testigo de la crecida; esto es: mientras el mito sólo ofrecía al hombre el consuelo de justificar el hecho pasado por las plegarias que lo antecedieron, ahora puede justificar el hecho futuro por su ahora en el calendario. Lo decisivo es que Hapi, que en tanto producción mítica es el resultado de una teoría, era un “instrumento” ligado al hombre, ejemplo de un saber meramente proposicional; en cambio, el calendario es una invención técnica, también producto de una teoría, pero que ofrece un saber eminentemente performativo puesto que relaciona la repetición de un evento (el movimiento cíclico) con el tiempo. Esta orientación de la referencialidad es lo que hace a una teoría superior a la otra en términos prácticos, que son, al fin y al cabo, los verdaderamente relevantes. Para hacer comprensible esta última afirmación debe admitirse que la tan ansiada Teoría del todo es superior al resto de teorías en la medida en que relaciona todas las interacciones fundamentales de la naturaleza entre sí; es decir, da lugar al desarrollo de una compleja red en la que se dispone la semejanza de todos los fenómenos físicos entre sí bajo un único principio omniabarcante y que por omniabarcante es común a todo fenómeno físico que bajo él se subsumen en su calidad de principio y, por ende, todo refiere en último término a lo mismo (todo está orientado hacia lo mismo). Por eso mismo, si Hapi está ligado al hombre, no sale de él, es porque a la teoría mítica conviene la autorreferencialidad que implica orientar la referencia al propio productor de la teoría: el hombre. El explicandum de la metateoría, que es la pregunta por el mito, remite a un explicans que es el propio hombre: no es posible dar cuenta de Hapi sin mentar a los hombres (el hombre crea a Hapi). En contraposición a esta autorreferencialidad la ciencia propone una teoría que es ajena al hombre (o que como mínimo lo divide reductivamente en partes carentes de humanidad): para explicar lo cíclico, la repetición, no se precisa mentar al hombre (el movimiento cíclico no es un producto humano, será si acaso un producto de la naturaleza). Este atributo, propio de las teorías científicas, es lo que permite falsar la teoría. Por ejemplo, gracias al calendario es posible precisar cuántos días restan para la próxima inundación de tal suerte que si no se cumple el pronóstico es legítimo concluir que la teoría no se ajusta a la realidad y, por consiguiente, carece de utilidad. La teoría mítica puede ofrecer predicciones, al igual que la científica, mas si no se cumple siempre se achacará a un error humano: Hapi no ha llegado puesto que no fue venerado como correspondía, los sacerdotes no le han rendido el culto que merecía. En consecuencia, no es la predictividad la que permite falsar la teoría, sino la supresión del hombre (y si se profundizara más sobre esta característica se concretaría que no tanto el hombre como la voluntad o libre albedrio que le es propia).

De lo dicho con anterioridad se desprende, y sirva este compendio a modo de resumen, que sólo hay ciencia de lo cíclico, sólo puede haber ciencia de la repetición, no se puede legislar la diferencia. Legislar es establecer relaciones de fidelidad entre cosas, así la invariabilidad del ciclo de inundaciones sirve para fijar la constancia del tiempo: el inicio del ciclo se asocia al comienzo del año del calendario egipcio. Mucho habrían de confiar los sacerdotes de Elefantina en tal regularidad para disponer a tales efectos, sólo cabe atribuir semejante confianza a la seguridad que infunde el conocer ese “algo” que es tal como el algoritmo según el cual se suceden los números de una serie matemática o cualquier otra serie de cosas que se desplieguen en el tiempo reglada lógicamente. Lo que se hace patente al hombre, aquello que para él rige la serie, esa formulación a la que el hombre está constantemente inclinado, es lo que se conoce como patrón. El hombre establece patrones por una necesidad económica, fisiológica inclusive: su intelecto es finito. Así, si por esa lógica de la costumbre sólo es factible atender a la singularidad del Nilo, se escapa como prestamista de permanencia otro ciclo que dibuja una figura muy distinta del tiempo, la que para el poeta es metáfora astral y que está presente en toda cosmovisión mítica. Me estoy refiriendo al otro gran evento que marcaba el inicio del año: el orto helíaco de Sothis (la estrella de Sirio) (verdadero movimiento cíclico detonante de la nueva ciencia de la que hablaré próximamente). Es este otro fenómeno en plena competencia con el de la crecida del Nilo, lo único que puede privilegiar a uno en detrimento del otro es su mayor o menor repetitividad, esto significa que lo que se requiere del fenómeno es que albergue un menor número de diferencias en su seno. Ante esa pluralidad los sacerdotes se ven obligados a decidir, y ciertamente lo ideal sería realizar un minucioso escrutinio en busca del fenómeno perfecto entre la totalidad de los posibles, pero a la postre esto es imposible pues al hombre no se le prestan los fenómenos en simultaneidad. Al igual que el artista realiza su obra ateniéndose a los materiales y medios de que dispone, el científico debe atenerse a los fenómenos de que dispone, de lo contrario adolecería del mal del filósofo. Los resultados de tal investigación científica llevaron a los sacerdotes al descubrimiento de que cada cuatro años Sothis se retrasaba un día, o lo que es lo mismo: su ciclo, que se creía idéntico al de las inundaciones, resultó ser otro ciclo. Tienen, pues, dos ciclos de los que se deducen calendarios ligeramente diferentes. Ante este hecho la actitud de los sacerdotes fue conservar ambos, reservando para la élite político-religiosa el calendario astronómico mientras que el calendario civil seguiría rigiéndose por la fecundación de los campos. No pudo haber decisión más desacertada pues en la práctica tal división resultaba ridículamente ineficaz teniendo como consecuencia un desfase temporal del calendario civil. La solución óptima hubiera sido acallar a uno de los dos fenómenos, ignorarlo por completo y, en consecuencia, instaurar años bisiestos, pero la previsible oposición de los sacerdotes hizo fracasar la conocida como reforma de Canopus (congreso celebrado el 7 de Marzo de 238 a.C con objeto de imponer el calendario de Canopo, posteriormente conocido como juliano tras ser exportado a Roma por Julio Cesar e implantado el 1 de Enero de 45 a.C.). He aquí que lo que explicita este suceso es la división entre los propios sacerdotes entre aquellos para los cuales era menester proteger la teoría mítica y aquellos que preferían la científica, o lo que es igual: entre religiosos y científicos. La reunión, llevada a cabo en Canopus, actual Alejandría, congregó a los hierográmatas y otros líderes político-religiosos del Antiguo Egipto, cabe suponer que entre ellos se encontraban representantes del templo de File quienes se habían consagrado al culto a Isis (Gran diosa madre, fuerza fecundadora), en pugna directa con Hapi por ostentar el título de Rey de los dioses. El culto a Isis se había extendido por todo el Mediterráneo, protagonismo que debió arrancar más de una envidia entre el resto de sacerdotes, especialmente los de Elefantina. Tal es así que una nueva explicación mítica de la crecida del Nilo había sustituido a la de la llegada de Hapi, por aquel entonces se decía que el Nilo se inundaba a causa de las lágrimas que Isis derramaba en honor a su difunto marido Osiris. El Decreto de Canopus privilegiaba a Isis, en tanto era identificada con Sothis, consagrando a ella el día de apertura del año. Es previsible que se sucedieran las protestas y, finalmente, no se llegara a ningún acuerdo porque, en el fondo, lo que estaba en juego era una cuestión valorativa: privilegiar a Isis supone privilegiar a File en detrimento de otras regiones egipcias como Elefantina donde, en último extremo, subyace la legítima demanda política de una mejoría en las condiciones de vida de sus habitantes. Por consiguiente los valores, al proceder del sujeto, se deben estimar siempre como una demanda jerarquizadora en beneficio del propio sujeto. Lo religioso, por su propia autorreferencialidad, está recorrido de valores lo cual le otorga un carácter específicamente ético, mientras que a la ciencia le es imposible legislar sobre las costumbres de los hombres. Ante este hecho también se pone de manifiesto, como vimos al destacar la disputa entre Hapi e Isis, que las teorías míticas no precisan de coherencia alguna en relación al resto de teorías de su misma índole, más aún, son siempre teorías aisladas vinculadas a las necesidades específicas del seno en que nacen; es decir: justifican una serie de valores beneficiosos para su séquito y que, lógicamente, entrarán en disputa con otros valores sometidos a otros intereses. El lector que me acompaña en esta disertación ya habrá advertido que el teorizar ejercido en estas líneas no escapa a la subjetividad, mas como ya puse de relieve entra en contradicción con otras explicaciones sobre el mismo hecho lo cual denota, inequívocamente, que como autor no puedo quedar eximido de una cierta, aunque mínima, responsabilidad moral. Con ello no quiero decir que tras estas palabras subyazga un código de conducta tal como le es propio al hacer religioso, pero tampoco es ajeno a ello del modo en que lo es el hacer científico. Por consiguiente, el poder establecer semejante graduación entre los distintos tipos de saber en virtud de su grado de objetividad, esto es: en relación a su validez con independencia del hombre, es una prueba eficaz para clasificar los distintos “haceres” propios del hombre la cual, a su vez, establece una jerarquía mediante la que se señala a un reglamento concreto de la actividad humana en oposición a otras teorías que no atenderían a estos rasgos definitorios.

El faraón Akenatón y su familia adorando a Atón
Fuente: Wikimedia Commons
La mitología egipcia es una entre muchas, a la cual le concede unidad la filiación existente entre las diferentes divinidades. Los diferentes cultos diseminados por toda la región son así agrupados constituyendo una teoría más compleja donde se integra la narratividad la cual posibilita dar cuenta, mediante el mito, de fenómenos metafísicos, como la procedencia del hombre o del universo y sus destinos (más allá y fin del mundo), e históricos, como el origen de la civilización. Las leyendas así narradas rara vez encuentra oposición, pues ya no refieren a apariencias particulares, sino a apariencias universales o con pretensión de ser comunes a todos los hombres, como es el caso de las leyendas fundacionales. A fin de clarificar estos conceptos tomemos el ejemplo del relato cosmogónico. En él encontramos como primer elemento las aguas primigenias, Nun, de las cuales emerge espontáneamente la tierra original que sirve de soporte al primer dios cuya identidad varía según la versión: para la cosmogonía heliopolitana era Atum, Ptah según la menfita. La primera creación es la de la palabra que nace del diálogo que el demiurgo entabla con Nun y a partir del cual se hace consciente de su soledad y, para aliviar tal dolor, crea el mundo conocido. A partir de tan sintético bosquejo del mito de la creación se hace patente cómo el relato se nutre de las vivencias, tanto a nivel conceptual al ser el primer elemento el agua, como a nivel artístico, Nun era representado como sapo en su versión masculina y como serpiente en la femenina (es importantísimo distinguir entre la versión conceptual, puramente religiosa, y la artística, subordinada a la religión, pero carente de religiosidad per se). También se puede advertir cómo la teoría mítica es capaz de aclarar un sinfín de dudas a las que la ciencia no tiene acceso: origen del lenguaje, origen de la vida, origen de los dioses, origen del hombre, fin del hombre, fin del mundo etc. Pero esta característica de la teoría mítica constituye ya una revisión de aquella que habíamos tratado en líneas anteriores, pues ahora, mediante la narratividad, las diferentes deidades protectoras han sido vinculadas para dotar de sistematicidad a la teoría. Como fue dicho anteriormente tal filiación anuncia la llegada del monoteísmo y, tal como sentenció el gran egiptólogo Flinders Petrie, podemos considerar la reforma religiosa de Akenatón (cuyo reinado data, aproximadamente, de 1353-1336 a. C.) como el primer periodo monoteísta del que se tiene constancia. Fue este un intervalo efímero debido a razones políticas, razones que impulsaron al Faraón a rechazar el culto dinástico a Amón (dios de los vientos) y sustituirlo por la deidad solar Atón para lo cual erigió una nueva ciudad, capital político-religiosa, bautizada como Ajetatón (que significa horizonte de Atón). Pero el Atonismo venía acompañado de otras polémicas medidas que rápidamente suscitaron el rechazo de las autoridades sacerdotales: se proscribió la veneración al resto de dioses y el Faraón asumió la máxima autoridad religiosa en detrimento del Sumo sacerdote de Amón. ¡Hasta qué punto se tambalearían los cimientos de la sociedad para que hubiera de decretarse una damnatio memoriae contra el conocido como Faraón hereje! Hubo de ser su hijo, Tutankamon, quien publicara el Edicto de la restauración. A mi juicio este importante episodio histórico recoge todas las características que son necesarias analizar en el estudio de la evolución de las teorías religiosas puesto que en la confrontación nos encontramos, de un lado, a una teoría mítica en su segundo estado, y del otro, el nacimiento de la religión al que precede un inmenso y sintomático silencio y cuya derrota evidencia, no ya sólo la íntima (y quizá indisociable) ligazón entre política y religión, sino que los hombres de aquel entonces no estaban preparados para la consolidación de un evento que habría de ser necesario.

Finalmente, es menester reiterar el carácter meramente ejemplificador remarcando la meta clarificadora y lamentando los errores que haya podido cometer en mis escasos conocimientos de egiptología.
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De Cervantes a Hamsun

En 1605, nos cuenta Cervantes que cuentan, echa a andar un manchego de nombre Don Quijote. Dice de él todo cuanto puede decirse de un hombre: su edad y complexión, sus aficiones y hacienda, sus amistades y ocupación, y por supuesto su nombre. Lo dice sin pudor alguno, como quien nada tiene que esconder, en un franco primer capítulo. Y a él siguen otros tantos en el que se nos narran las aventuras que, a modo de episodio, componen la vida de este peculiar hidalgo. ¡Qué vida tan apasionante e intensa! Cuánto nos maravilla la actitud de este hombre que sin miedo alguno abandona su aldea y todo cuanto en ella tiene, lo deja atrás sin inmutarse porque se le ha hecho poca esa vida. Él, que lo que quiere es otra vida y sale a buscarla. Hasta tal punto se empecina en su obsesión que osa armarse caballero sin importarle que no sea ya tiempo de justas: sus enemigos y amada se inventa, y hasta las aventuras que la vida no le ofrece logra conquistar en su valeroso afán por ser quien quiere ser en cada momento. Loco lo llaman y allá donde va provoca la risa de venteros y labriegos, prostitutas y bachilleres, duques y galeotes incluso. Dónde va, se preguntan. ¿Qué misterio va a haber en esta vasta meseta que es la Mancha? ¿Qué villano va a esconderse si el sol cae a plomo sin dar tregua? Nada, nada, se dicen: un loco. Y así sentencian mientras siguen a sus tareas, sus monótonas y aburridas tareas que tan pronto abandonan como se les presenta la oportunidad de escuchar las aventuras de Amadís de Gaula o la novela del Curioso Impertinente. ¡Oh!, con cuanto embeleso escuchan sus proezas o sus desdichas, con cuanta necesidad acuden a la promesa de vivir otra vida aunque sea al auspicio de una vela cuya tenue luz les conduce a un sueño del que desearían no salir nunca. Loco lo llaman porque fíjense, ha enloquecido por tanta lectura que hasta el cura y el barbero se ven en la necesidad de purgar su biblioteca: mentiras dicen a veces, soberbia narración las menos, fantasía ilimitada de muchas otras; y así, en tanto discuten sobre literatura, pretenden curar a Don Quijote. Pero, ¿no se dan cuenta? Él ya está lejos: ha expandido sus fronteras, tan pequeña se le ha hecho esta aldea que se recorre de La Mancha a Barcelona casi sin inmutarse. Pero hasta su fama es ya motivo de gloria: que Don Quijote y Sancho Panza tienen un libro sobre sus aventuras. Que sí, que sí. Que hasta dicen que una segunda parte han publicado que por poco lo llevan a Zaragoza. Y aún con todo él es el loco; él, que ha expandido las fronteras de su mundo, que ya no se conforma con vivir la vida que le ofrece su pequeña aldea. Ellos los cuerdos, quienes le instan a regresar a la jaula, quienes incluso le hacen regresar a su aldea enjaulado por miedo a que pueda volar. Pero si es verdad, es que vuela; es que, ¡con tan sólo pensarlo podría volar! Así como de tan sólo pensar hace de la venta un castillo embrujado y de sus cueros de vino un fiero gigante, e incluso por inventarse se inventa la existencia de todo personaje allí, en la Cueva de Montesinos. En ocasiones, incluso, ni necesidad tiene de inventarse nada, ya se presta a la labor la princesa Micomicona. Por no necesitar, podríamos pensar, no necesita ni desaguar sus tripas.

Parece mentira que Don Quijote tenga tanto que ver con ese gran desconocido del que sólo sabemos que pasa mucho hambre en la Christiania de 1888. Nada más nos dice. No sabemos su nombre, ni su edad, siquiera podemos imaginar cómo es. Sólo sabemos que pasa hambre, mucho hambre. Pero ni el porqué nos atrevemos a preguntar. Le vemos vagar dando vueltas y más vueltas, nos aparece bien vestido y tan pronto como consigue dar una vuelta a la ciudad nos percatamos de que le faltan los botones a su chaleco, y sigue dando vueltas y más vueltas, hasta que incluso los zapatos están ya desgastados y desgarrados. Y, ¿no se mareará? Nos preguntamos. Nos lo preguntamos nosotros, porque aquí no hay ni prostitutas ni arrendadores; tan sólo un completo desconocido que nos cuenta el hambre que padece. Nos cuenta sus penurias y sus esfuerzos por conseguir dinero vendiendo a los periódicos sus pequeños ensayos, nos cuenta incluso las penurias que debe pasar para poder escribir. Parece ser que la acuciante necesidad de vivir ha terminado por destruir todas las aventuras; ahora, al aventurero, sólo le queda soportar penurias. Penuria tras penuria, al igual que Don Quijote vivió aventura tras aventura. ¿Y todo para qué? Si al final todos regresan a su aldea a morir, al final las aventuras marchan alistadas en un barco. Pero este otro don quijote termina por morir tan pronto como se ve en la necesidad de matar todos sus afanes: porque necesita comer, necesita un lugar donde alojarse, necesita ropa nueva. Y Don Quijote, ¿qué necesitaba? Nada, absolutamente nada. Él sólo se bastaba hasta el punto de que si quería un yelmo no tenía más que coger una bacía y ponerle un poco de imaginación. Pero con tanto hambre, tanto hambre que se sufre, ¿qué imaginar cabe?, ¡si sólo se puede pensar con el estómago! Allí, en la vieja Christiania, con el ajetreo de sus gentes, con sus calles estrechas y sus edificios que impiden que llegue la escasa luz del sol; allí no hay aventura posible. La aventura necesita de unas condiciones muy especiales, por eso no puede darse en Christiania. Pero, tampoco puede darse la aventura en la cubierta de un barco. La aventura precisa que las calles sean derribadas, que las limitaciones del barco sean sustituidas por la inmensidad de la mar. Por eso nuestro anónimo don quijote sólo puede contarnos el hambre que pasa, lo mal que se siente. Por eso somos nosotros, y sólo nosotros, los únicos que podemos mirarle. Sin embargo, Don Quijote era tema común de todos, y a su manera recibió su gloria particular. A nuestro hambriento personaje sólo le queda el recuerdo intransferible de su sufrimiento, el sufrimiento que ha vivido en su propia carne. Ya nos venimos dando cuenta que, como decía Kundera, aquel hombre idealista, valiente, capacitado para cambiar el mundo, es nuestro actual y ramplón mendigo, que haría cualquier cosa por un poco de comida que le permita estar en este cruel mundo aunque sea un día más. ¿Qué fuerza va a tener para cambiar nada si ya no encuentra cobijo ni alimento en los árboles? Ahora debe recurrir a esos fríos edificios para obtener algo de dinero a cambio de empeñar su pellejo y, con ese dinero, comprar comida. A nuestro hombre actual ya no le quedan fuerzas ni para rebautizar a las coles, ejercicio que para nuestro viejo Don Quijote hubiera supuesto un cómodo pasatiempo.

¿Qué le ha pasado a este hombre si, como ya hemos dicho, no son muy diferentes? ¿Acaso no tienen ambos dos piernas, así como dos brazos, una mano en cada uno, y dos ojos en el rostro? ¿Qué ha sucedido en ese cuarto de milenio que va de Cervantes a Hamsun? El hombre no ha podido cambiar tanto, sigue siendo un desequilibrado que pasa de la locura a la cordura en cuestión de minutos, y sigue teniendo una vida llena de actividad. Lo que ha cambiado es el mundo que habita. El mundo ya no le ofrece la posibilidad de vivir, tiene que conformarse con sobrevivir, día tras día. Ya no tiene la esperanza de alcanzar una meta, sino la desesperación que sólo la incertidumbre de no saber si comerá mañana puede producir. El mundo ya no es para él un vasto territorio a explorar, bastante tiene ya con el tormento de su interior. ¡Qué paradójico resulta entonces! Como dice Kundera, aquella novela que nos ofrecía esperanza, que nos abría las puertas a un mundo de ensoñación es la misma que ahora retrata nuestra podredumbre, que sirve de espejo en que reflejar nuestro fracaso. El fracaso de no haber sabido cumplir con las promesas que nos impusimos hace tantísimo tiempo. Cervantes nos habla de la libertad, de la amistad, de la literatura… Hamsun sólo puede hablarnos de la sociedad de las casas de empeño y de los periódicos, del dinero y la necesidad de conseguirlo para comer. Tantas veces como menta Don Quijote la palabra libertad, hace lo propio nuestro innominado antihéroe con la palabra dinero. ¡He ahí la diametral oposición! Uno nos habla de libertad, el otro de necesidad. ¿Y qué puede haber más contradictorio? ¿No son acaso libertad y necesidad dos antónimos irreconciliables? Ahora nos percatamos de que esas promesas de libertad han terminado por convertirse en palabras vacías. Ahora la libertad consiste en poder elegir entre una marca y otra. Sólo nos queda un reducto de libertad, uno sólo, que debemos aprovechar antes de que nos sea extirpado, y son los sueños. Sólo en ellos, allí donde la imaginación es pura, puede el hombre vivir aventuras. De ahí la postrera reivindicación de lo onírico por parte del surrealismo, de ahí la necesidad de volver a situar a la ficción por encima de la realidad. Pero ese será el último aliento de un cadáver que comenzó sus andaduras lleno de vitalidad con Cervantes y llegó a Hamsun exhausto hasta desfallecer.
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¿Qué es arte? Dos ejemplos de arte


El mundo, sometido a la razón, acaba por desvelar una lógica impropia. Acaso pareciera, así también, que entre las circunvalaciones del tejido cerebral, en su momento de descanso, cuando la lógica no es más que una palabra odiosa, latiera, al ser ésta ausencia expuesta, una lógica peculiar, encontrada en la carencia, en el esfuerzo de unir las ínfimas porciones de los interminables desechos que la memoria, a lo largo del día, ha ido acumulando. Así también, con la misma regla, quisieran medirse los sueños. Pero no ha de resultar este un asunto perturbador, ya desde tiempos remotos se practicaba la oniromancia y sus virtudes fueron expuestas con mayor o menor éxito por Artemidoro de Daldis. Pero, del siglo II d. C. a los inicios del siglo XX hay océanos de tiempo casi tan insondables como los propios sueños; éstos, esquivos, han resistido imperturbables al paso del tiempo, sin necesidad de restauración alguna. Así lo atestigua la obra de René Magritte (1898-1967) máxime representante de ese buscar lógica donde no la hay, de bucear con la convicción de que es más fácil ver cuanto más profundamente se escarban las aguas. Así sus sueños perduran, lo cual es un privilegio al que sólo el tiempo privilegia y de ahí, desnudados, casi abiertos en canal, rezuma la creencia de que hay preguntas previas a toda formulación, casi presupuestos indispensables para que pueda entonarse, con ese leve carraspeo de indeterminación que conlleva la esperanza de respuestas rotundas. Esa aspiración se atesora en algunos hombres al reguardo de la luz exterior, sólo iluminado por una candela que mantiene con vida a ambos. De esas entrañas nace un arte que tiene más de filosófico que de arte, si quisiéramos creer que la filosofía no es un arte, pero nos aferramos a lo contrario a despecho de esos ideales de pureza reservados a una selecta minoría. Y es que deseamos creer que el arte ha de constituir un desafío, que, en ese afán de democratización, el arte ha de ser una cima que requiera esfuerzo por ser alcanzada; porque ¿qué hay más común que el esfuerzo? Así resulta fácil advertir en la serie Les Amants, de 1928, que lo que ocultan esas telas son los mismos rostros que desvelan la identidad de los modelos, que lo que es puesto entre signos de interrogación es esa misma identidad antaño tan reclamada por las más pujantes riquezas a sabiendas de que de no ser por las pinceladas hasta su identidad sería barrida por el tiempo. No dejan las telas adivinar ni un mínimo de las facciones por más que se afana el espectador ansioso, por esa insana costumbre de poner nombre a todo. Pero también encuentra cierto reposo en no ser mirado, en ser enfrentado al retrato con esa serenidad que otorga la certeza de saberse superior, puesto que precisamente las telas que protegen la identidad de los modelos son también las que les hacen vulnerables impidiéndoles contemplar la mirada extraña del espectador. Sólo, desviando la mirada hacia abajo, advertimos que una de las figuras es un hombre y la otra una mujer. Pero hay que andar con pies de plomos y anteceder a todo ese pudiera, esa suposición, pues quizá hasta suponer eso sea mucho suponer. ¿O quién no ha jugado con la malévola idea de que ese fondo de frondoso verdor, viniendo de donde viene, no sea más que un lienzo a las espaldas de los modelos? Uno no se sorprendería demasiado si escudriñando los bordes descubre que el paisaje se está moviendo desvelando a sus espaldas una urbe ajetreada por el constante tráfico en movimiento que tanto gustaba a los futuristas. El caso es que, sea como sea, aquellas dos figuras dicen ser amantes; y realmente llegan a besarse aunque no sean sus labios los que se encuentren. Quizá, a costa de suponer, hemos creído que tras esas telas había rostros como a los que tan familiarizados estamos; quizá sean sus rostros precisamente las telas de tez pálida con que recubren el calor del beso. Y quizá precisamente eso sea lo que les une en su amor, el juntar la blancura que atesoran sus rostros, pues son estos rostros y no otros los que más descubren la identidad de los modelos, éstos sólo los que permiten a dos personas encontrarse y reconocerse, sin atisbo de duda, como almas parejas; pues resulta fácil entrenar los gestos, pero todo esfuerzo es en vano cuando lo que quiere es cambiarse un color.
  
Si en el caso anterior lo que el espectador quería saber a toda costa era la identidad de aquellos dos sujetos, en The Treachery of Images (1929) el espectador se ve forzado a no creer que sabe más de la cuenta. Y es que esa pipa no es una pipa. ¿Qué es entonces? Nada podría ser más ingenuo que creer que aquello es una pipa. El espectador, preso de lo que ve, ha querido ir más allá. Igual que antes quiso poner bajo la tela un rostro que aun por muy indeterminado que fuera le inquietaba en menor medida que esas dos telas que eran como signos de interrogación, ahora ha querido teñir de realidad lo que sólo es ficción. La ficción ha cumplido su cometido en esta ocasión: ha engañado a los sentidos incluso cuando en buen francés se advertía de que aquello que se estaba contando nada tenía que ver con la realidad. Si acaso sí, dirá el espectador: la imagen de una pipa no es tan real como la pipa misma, pero no deja de ser real. Pero no olvide el espectador de que el engaño puede llegar mucho más lejos, que pudiera ser inclusive que la vida transcurriera como en un zootropo de partículas independientes. Así que Magritte, en buen francés, viene a decir que por mucho que por tu ventana veas andar a hombres nadie te dice que estos no pudan ser robots. En su serie La condition humaine (1933-1935) volverá a reincidir sobre esta misma idea. El problema no es tanto cómo el lienzo consigue confundirse con el paisaje, sino que el lienzo nos muestra una posibilidad del paisaje que, como en un puzzle, consigue encajar y satisfacer al espectador; pero nada nos dice que detrás de aquel lienzo no pueda haber una casa, una casa construida con el único propósito de ser ocultada por el ficticio lienzo.

En 1941 presentará Le Thérapeute, obra de inconfundible carácter trágico. Quisiéramos creer que aquello es un hombre, le buscamos infatigablemente, pero todo es en vano: aquel hombre sólo es jaula. Dentro de sí mantiene encerrado a un pájaro, pero incluso allí donde sus dominios no alcanzan encierra otro pájaro, de igual condición pero distinta colocación. Es imposible entender qué es lo que mantiene a aquel pájaro en cautiverio. Quisieramos gritar: vuelva, vuela ya; quisieramos imaginarlo sucarndo el cielo en señal inequívoca de libertad, pero lamentablemente volveríamos a errar. ¿Acaso la libertad es directamente proporcional al tamaño de la celda donde estamos encerrados? El desasosiego que provoca la imagen contrasta con la quietud del paisaje: ni tan siquiera el cielo está teñido de nubes blancas, ni siquiera parece soplar el viento azuzando las briznas de hierba, nada absolutamente nada está en movimiento. Todo se encuentra en un estatismo nervioso contraste entre lo inamovible del desear y la fuerza motriz del querer. Así uno es incapaz de decidirse, si acaso la libertad es síntoma o remedio, si acaso la libertad son ambas cosas o la tensión que mantiene la amenaza del arco. Quisieramos encontrar una solución, ver partir la flecha y alcanzar el blanco, sea ésta cual sea, para así poder respirar tranquilos o entregarnos a la agitación de la agonía. Acaso no haya nada tan desconsolador como la duda, cuando ésta, hiriente, abre sus fauces para exhibir sus dientes y desprender, con ese aliento fatuo, el número de vidas que ha logrado arrancar. Es imposible sobrevivir. Se encuentra uno, cada día, oscilando entre el sí y el no, sumerguido en una marea que no tiene intención de ahogarle ni de permitirle respirar, que le sacude de una orilla a otra. Acaso no sea nuestra vida la que nos han arrebatado, sino el saber de la ajena, de la querida, de ese querer que se posa, nuevamente, como lo frágil ante lo sólido: un único punto de anclaje por si es necesario reemprender el vuelo. Es la duda ante la pregunta del si vive o muere aquella vida arrebatada, la duda que ni vivir ni morir puede, que se mantiene suspendida, pendiente del más delgado de los hilos, en un baibén hipnótico que no deja vivir ni morir; pues hasta en eso se duda: vivir con el dolor de la duda o morir con el placer de la certeza. Y allí se encuentra el hombre, al borde de un precipicio, donde las aguas golpean con fuerza las rocas perfilando el mortal filo. Y uno, ante eso, no puede más que dudar: intentar volar o permanecer en tierra. En cambio, aquel hombre lo tiene claro: él permancerá en tierra.

El cielo, el mar, lo verde… quizá no haya más que un cielo, un mar, un verde. Siempre el mismo, ahí, justo detrás. Delante suele estar lo humano en cualquier de sus formas, pero con su única sombra. En Le Fils de l’Homme (1964) volvemos a toparnos con un retrato (quizá toda la obra de Magritte pueda reducirse a una suerte de dispares retratos). En el lienzo nos encontramos de nuevo con aquel hombre, o quizá robot, tan recurrentes en toda la obra de Magritte (p. ej. Golconde). Es una situación conocida: un retrato donde el modelo se encuentra completamente vestido, demasiado vestido, vestido hasta el paroxismo. Su posición no revela ningún movimiento, lo embarga un frenesí de quietud. Una capa de nubes grises amortaja al Sol. Posiblemente no sea un día muy alegre. Un árbol cuya invisibilidad es sugerida por la flagrante visibilidad de su fruto oculta al hombre. Sólo logramos advertir la manzana suspendida en el aire la cual parece inquerir con su mirada el grado de madurez del hombre. Es una situación tensa: pronto el hombre podría alzar la mano para arrancar la manzana y tomar un bocado de ella, tal como hiciera Eva en el Génesis. O la manzana podría caer para demostrar al hombre lo insoportable de la gravedad de la que ambos son víctimas. Pero la manzana no quiere ser signo de envenenada sensualidad, pues en tal caso sería roja, ni mucho menos alimento para estómagos incrédulos. La manzana, tal vez, sólo quiera ser rostro y contempla ensimismada como se proyecta su sombra sobre un genuino rostro, adaptándose a sus formas, perdiendo en el proceso su característica esfericidad, perdiendo lo que tiene de manzana para ser rostro. Es un proceso irrevocable.

Un año antes del famoso lienzo surrealista moría Piero Manzoni (1933-1963). Su obra poco o nada tiene que ver con la de Magritte salvo que a ambas se las suele denominar arte, pero es algo que suele hacer una selecta minoría, capaces ellos de abarcar, con un único concepto, todo el vasto horizonte de la expresión humana. Su obra más famosa, Merda d’Artista (1961), poco o nada tienen que ver con la obra de Magritte. Pese a que ambas hacen uso del color no comparten ninguno; la forma de uno, que es la propia de un lienzo, contrasta con la del otro, que no es más que una vulgar lata; en una nos encontramos preguntas, en la otra respuestas indeseadas. Uno se empeña en producir obras únicas, mientras el otro consigue hacer arte empleando las cadenas de producción de las industrias. Uno requiere de una técnica entrenada, mientras que el otro no debe esforzarse más que lo que es propio y natural. Uno retrata mediante artificios lo natural, mientras que el otro con hábil ardid hace de lo natural el mayor de los artificios: una lata de conservas, símbolo de una muerte prematura. Uno aspira a la eternidad, mientras el otro muere en una actualidad irrepetible. Merda d’ Artista es una obra sin ningún tipo de contenido filosófico, una obra cuyo único contenido es mierda. Por ello, uno suele precipitarse en un vano atrevimiento a tildar la obra de mierda. Cree, llevado por su orgullo, que ha comprendido lo que allí se le presenta. ¿Qué misterio puede encerrar la mierda? Preguntará ofendido. Puede que incluso reclame una satisfacción ante la mirada impávida de la lata, puede que la espere durante al menos un par de segundos, pero pronto se dará cuenta de que su autor ha muerto y de que sólo queda su lata; desistirá entonces, renunciará resignado y, en un alarde de sabiduría, sentenciará: esto no es arte. Por mucho que se esforzara Duchamp en hacer llegar los urinarios al centro de los museos, por mucho que los propios surrealistas trataran de conceder a la palabra mierda un espacio relevante en el lenguaje literario, por mucho que Manzoni enlatara sus propios excrementos. Por mucho que todo ello ocurriera (y muchas otras cosas más) la mierda sigue siéndonos indiferente; ni tan siquiera resulta ofensiva cuando es envuelta para regalo. Preferimos deleitarnos con placeres más sublimes: ¿en qué consiste la identidad? ¿Qué hace a algo ser ese mismo algo? ¿Acaso somos libres? ¿Podemos confiar en lo que nos dice nuestros sentidos? ¿Será el mundo tal y como estos dicen que es? No cabe duda de que la mierda no es tema predilecto de conversación, siquiera merece más que unas palabras esquivas para constatar que la mierda siempre estará ahí: siempre seguirá siendo mierda, por más que miremos ésta no va a cambiar. No hay convencimiento mayor.

El avance de la técnica produjo un cambio radical en el mundo del arte, un cambio transformativo: transformaría por completo lo que se entendía entonces como arte. El artista se veía amenazado por las cadenas de producción, la industria no tardaría en fabricar Giocondas en cadena; no cabía duda de que el artista era prescindible, y su mano podía ser fácilmente sustituida. Llegaría un momento en que sería imposible discernir entre la obra de arte original y las miles de copias que tal empresa vende en sus almacenes. Y lo más importante: el hombre de a pie, cuya aspiración siempre fue la de entrar en el terreno vedado de las clases altas, amantes inequívocos de todo tipo de arte, con una devoción y gusto sin parangón, poco le importaría tener una obra auténtica con tal de poder decir, delante de su séquito, mientras ladea la cabeza admirativo, se nota que este es un Magritte. Los artistas, como por norma general no son dados a permitir que cunda el pánico, prefirieron hacerse una pregunta: ¿qué es el arte? Indudablemente, el común de los artistas no tiene, como Magritte, un espíritu filosófico; razón de más para que, en vez de extenderse en aburridas disertaciones, se dedicaran a responder a esta pregunta mediante su propio arte. En este aspecto no cabe duda de que la mejor respuesta se la debemos a Manzoni: el arte es esta lata de mierda. ¿Por qué? Pregunta incrédulo el hombre común que ahora tiene alcance a todo tipo de arte por un módico precio. Sencillo, responderá Manzoni, porque está expuesto en el Museo de Arte Británico. No cabe duda de que el argumento es demoledor, el hombre común saca su billetera seguro de que está realizando una buena compra, de que pronto llegará a su hogar donde será recibido como un héroe que porta su último trofeo, el cual será situado en el lugar de mayor visibilidad, hasta que pronto pueda ser sustituido, para demostrar al mundo que ellos también entienden de arte.

Desde luego que no cabe duda de que Piero Manzoni fue un artista genial, un artista con un criterio impecable y un dominio magistral de su oficio, que supo expresar con inequívoca contundencia sus pensamientos. Lamentablemente el ser humano es mucho más proclive a ahondar en su miseria, tratando de buscar acertijos incluso en sus propios sueños, que atento y agradecido con las respuestas que se le entrega. Convencido, actualmente, ya que el arte no ha fenecido, de que éste es tanto mejor cuanto más enrevesado es, prefiere ver los sueños ajenos a la mierda del otro. Probablemente no acierte a dar una respuesta al significado de aquellos sueños (pueden ahora preguntarse tranquilamente si Magritte quería decir lo que yo, líneas arriba, dije que quería decir), sin embargo disfrutará creyendo que debemos responder a los sueños por la sencilla razón de que estos son preguntas que requieren la interpretación de un profesional; mientras que desdeñará aquel excremento considerándolo irrelevante cuando, evidentemente, es incapaz de responder a preguntas tan sencillas como: ¿qué enfermedad denota el color de las heces? ¿Qué gas hediondo desprende? O, la importancia que ha tenido y el gran problema actual que supone a las sociedades humanas el desprenderse de los residuos que genera. Las preguntas irresolubles, aunque ni siquiera supongan un problema, siempre resultarán más atractivas al hombre. Ha nacido para el ocio.