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Ibsen I: El pato silvestre


Listado de personajes:

EMPRESARIO WERLE, propietario de diversas fábricas
GREGERS WERLE, su hijo
El viejo EKDAL
HJALMAR EKDAL, fotógrafo, hijo del anterior
GINA EKDAL, esposa de Hjalmar
HEDVIG, hija de ambos, 14 años
SEÑORA SORBY, ama de llaves del empresario Werle
RELLING, médico
MOLVIK, estudiante de teología
GRABERG, tenedor de libros
PETTERSEN, criado del empresario
JENSEN, ayudante de cámara, extra
Un hombre entrado en carnes
Un hombre de pelo ralo
Un hombre miope
Otros seis hombres, invitados del empresario
Varios camareros temporarios

Las enfermedades consanguíneas, tema en boga en la época y del que en más de una ocasión (por ejemplo, Espectros) se hace eco Ibsen, recoge, presumiblemente, lo que ha sido una constante en el pensamiento de la humanidad: la enfermedad de quien comete un acto inmoral se convierte pronto en el pecado que es heredado por la descendencia, tema inmutable desde la Grecia Clásica hasta entonces. En El pato silvestre podemos encontrarlo en la ceguera congénita de Hedvig, una niña de apenas catorce años hija del matrimonio Ekdal (Hjalmar y Gina):

GREGERS: ¿Es tu hija?
HJALMAR: Sí, es Hedvig.
GREGERS: ¿Y es hija única?
HJALMAR: Sí, es la única. Es nuestra mayor alegría en el mundo, y (Baja la voz.) también nuestra mayor pena.
GREGERS: ¿Qué es lo que dices?
HJALMAR: Sí, porque la amenaza el peligro de perder la vista.
GREGERS: ¡Quedarse ciega!
HJALMAR: Sí. Por el momento sólo hay pequeñas señales, y todo puede ir bien aún por un tiempo. Pero el médico nos lo ha advertido. Es inevitable.
GREGERS: ¡Qué terrible desgracia! ¿Pero de dónde?
HJALMAR: (Suspira.) Lo más probable es que sea hereditario.
GREGERS: (Sobresaltado.) ¿Hereditario?
GINA: La madre de Ekdal tenía la vista débil.
HJALMAR: Eso dice mi padre; yo no lo recuerdo.
GREGERS: Pobre niña. ¿Cómo lo ha tomado?
HJALMAR: Puedes imaginarte que no nos atrevemos a decírselo. No tiene la menor idea. Feliz y despreocupada y gorjeando como un pajarito va a entrar a la eterna noche de la vida. (Abrumado.) Es espantosamente duro para mí, Gregers.

No cabe duda de que esta niña inocente es para Hjalmar la ilusión de su vida y como tal trata de preservarla a toda costa del suplicio que supondría para ella ser consciente de su enfermedad. Ignorante puede disfrutar de la vida llenando, así, la casa de jovial vitalidad. Una alegría que no obstante está supeditada a los deseos del padre:

GINA: Sí; pero, por si acaso ¡ojalá pudiéramos contarle que ya podemos alquilar la habitación!
HEDVIG: Esta noche no hace falta.
GINA: Pues no vendría mal. Esa habitación no nos sirve para nada.
HEDVIG: Quiero decir que no hace falta, ya que esta noche papá estará contento, de todos modos... Sería mejor poder darle la noticia del cuarto en otra ocasión.
GINA: (Mirándola.) ¿Te gusta dar a papá buenas noticias cuando regresa por la noche?
HEDVIG: Sí, porque se pone más alegre la casa.
La habitación vacía será la excusa perfecta para que Gregers irrumpa de lleno en el seno familiar.

GREGERS: Oye, ¡qué idea! Has dicho que teníais una habitación para alquilar... ¿Está libre?
HJALMAR: Sí. ¿Por qué lo preguntas? ¿Conoces acaso a alguien que...?
GREGERS: ¿Quieres alquilármela a mí?
HJALMAR: ¿A ti?
GINA: Pero, señor Werle...
GREGERS: ¿Me la alquilan? Me instalaré mañana por la mañana.
HJALMAR: Por nosotros, encantados...
GINA: Pero, señor Werle, no es una habitación digna de usted...
HJALMAR: Vamos, Gina, ¿cómo puedes decir eso?
GINA: No es suficientemente grande, ni bastante clara, ni...
GREGERS: No tengo tantos escrúpulos, señora Ekdal.
HJALMAR: Yo la encuentro una habitación bonita y, no del todo mal amueblada.
GINA: Acuérdate de los dos que viven abajo.
GREGERS: ¿Quiénes son esos dos?
GINA: Uno es un antiguo preceptor...
HJALMAR: El licenciado en teología Molvik.
GINA: Y el otro, un tal doctor Relling.
GREGERS: ¿Relling? A ese le conozco algo; fue durante algún tiempo médico en Hoidal.
GINA: Son un par de libertinos, y a menudo se van de parranda. Se retiran muy tarde, y hasta llegan a...
GREGERS: Se acostumbra uno. En esto espero ser como el pato salvaje.
GINA: Creo que debe consultar con la almohada antes de decidirse.
GREGERS: Observo que tiene usted muy pocas ganas de albergarme en su casa, señora Ekdal.
GINA: ¡Nada de eso! ¿Cómo se le ocurre pensarlo siquiera?
Sorprenden las reticencias impuestas por Gina a Gregers, sin embargo, conforme se desarrollé la obra su desconfianza quedará del todo justificada y volverá a ser manifestada sin ambages. Con ello parece traslucir que de alguna manera Gina intuye las motivaciones que llevan a Gregers a tomar tal decisión, lo que demuestra que conoce bien a quien tiempo antes hubiera de servir. Por su parte Gregers demuestra un interés particular en su acercamiento a Hjalmar, interés que Hjalmar, tan ajeno como parece estar a todo cuanto acontece a su alrededor, acusa a su amistad. Prueba de este interés peculiar lo encontramos en el diálogo que durante la fiesta mantienen Gregers y su padre:

GREGERS: ¿Cómo es posible que haya dejado decaer así a esa familia?
WERLE: Supongo que te refieres a los Ekdal.
GREGERS: Sí, me refiero a los Ekdal. El teniente Ekdal fue en un tiempo íntimo amigo tuyo.
WERLE: Sí, desgraciadamente muy íntimo. Bien lo sentí y lo pagué durante muchos años. A él tengo que agradecerle tener una especie de sombra sobre mi nombre y mi reputación yo también.
GREGERS: (Lento.) ¿Fue realmente él el único culpable?
WERLE: ¡En quién más piensas!
GREGERS: Tú y él eran socios en la gran compra de bosques.
WERLE: ¿No fue Ekdal quien trazó el mapa del terreno, ese mapa inexacto? Fue él quien ordenó la tala ilegal en terrenos del estado. Fue él quien lo dirigió todo. Yo no tenía idea de lo que hacía el teniente Ekdal.
De lo visto no parece seguirse que Gregers padezca ninguna enfermedad, al contrario encontramos en él una cordialidad que es propia de un amigo y un sentido de la justicia que sólo puede darse en quien está imbuido por un alto ideal ético. Si acaso, lo más que podemos reprocharle es que insista tanto en alojarse con la familia, eludiendo todas las objeciones impuestas por Gina hasta el punto de decir querer ser como el pato silvestre; sin embargo su insistencia queda justificada por la insinuada satisfacción de Hjalmar ante la propuesta y, a fin de cuentas, Gregers también conoce a quien fuera su sirvienta.

¿Qué es el pato silvestre y qué relación guarda con el concepto de enfermedad? El pato silvestre es, valga la redundancia, un pato silvestre que la familia mantiene encerrado en el desván, ese desván donde, ocasionalmente, el viejo Ekdal, el abuelo de la familia, prueba su puntería y hace lo posible por mantener intacta su destreza con las armas.

HJALMAR: ¿Pero qué tipo de pato?
HEDVIG: No es un pato cualquiera.
EKDAL: Shh.
GREGERS: Y no es tampoco un pato de granja.
EKDAL: No, caballero Werle; no es ningún pato de granja; es un pato salvaje.
GREGERS: ¿De veras? ¿Un pato salvaje?
EKDAL: Sí, eso es lo que es. Ese “pájaro”, como usted dijo, es un pato salvaje. Es nuestro pato salvaje, viejo.
HEDVIG: Mi pato salvaje. Porque es mío.
Es, también, el pato de la joven Hedvig. Su posesión más preciada. Como tal se afana por cuidar de él, así como su padre cuida de ella.

Evidentemente el pato silvestre es mucho más, hasta el punto de que Ibsen acabará por convertirlo en un símbolo explicitado de manera muy representativa en el siguiente diálogo:

GREGERS: Pero Hjalmar, casi me haces pensar que tienes algo de pato salvaje.
HJALMAR: ¿De pato salvaje? ¿Qué quieres decir?
GREGERS: Te has hundido y fuiste atrapado por las algas del fondo.
HJALMAR: ¿Te refieres al disparo casi mortal que ha herido a mi padre y también a mí en el ala?
GREGERS: No exactamente a eso. No diría que estás malherido; pero estás metido en un pantano envenenado, Hjalmar. Tienes una enfermedad insidiosa metida en el cuerpo y has caído hasta el fondo para morir en la oscuridad.
El pato silvestre es todo aquel que se hunde y es atrapado por las algas del fondo, tal como lo expresa Gregers, ¿pero qué significa exactamente? Debemos recurrir a las palabras de Relling para comprender a qué clase de enfermedad alude Gregers:

RELLING: ¡Es una desgracia que ese hombre no se haya ido a los infiernos en una de las minas de Hoydal!
GINA: Jesús, ¿por qué dices eso?
RELLING: (Murmurando.) Pues porque tengo mis ideas.
GINA: ¿Crees que el joven Werle de veras está loco?
RELLING: No, desgraciadamente no está más loco que la mayor parte de la gente. Pero tiene una enfermedad en el cuerpo.
GINA: ¿Qué es lo que le pasa?
RELLING: Se lo diré, señora Ekdal. Padece de una aguda fiebre de justicia.
GINA: ¿Fiebre de justicia?
HEDVIG: ¿Es una enfermedad?
RELLING: Cómo no; es una enfermedad nacional; pero aparece sólo esporádicamente. (Saluda a Gina con la cabeza.) Gracias por el almuerzo. (Se va por la puerta de entrada.)
Aquel hombre que parecía inspirado por una excelsa moralidad resulta ser para el médico Relling un simple enfermo, tan enfermo como pudiera estarlo la propia Hedvig amenazada por una inminente ceguera que la dejará tan a oscuras como a su padre en el fondo del pantano al que alude Gregers, quien no como médico, sino como perro, trata de curar al enfermo. Lo que no parece tener muy claro es si, con su apellido, podrá ser un buen perro, al caso un perro servicial, extraordinariamente bueno como aparenta su persona.

GREGERS: Si sólo lo supiera, tú…, no me encontraría tan mal. Pero cuando uno tiene que llevar la cruz de llamarse Gregers… “Gregers” y además “Werle”; ¿has oído algo más horrible?
HJALMAR: No me parece para nada.
GREGERS: Uf. Aj. Podría escupir al tipo que se llama así. Pero si uno tiene que llevar la cruz de ser Gregers Werle en este mundo, así como yo…
HJALMAR: (Ríe.) Ja, ja, si no fueras Gregers Werle, ¿qué serías?
GREGERS: Si pudiera escoger, me gustaría ser un buen perro.
GINA: ¡Un perro!
HEDVIG: (Sin querer.) ¡Ay, no!
GREGERS: Sí, un perro extraordinariamente bueno; uno de esos que se sumergen tras los patos salvajes cuando éstos se hunden y se enredan en las algas entre el lodo.
HJALMAR: ¿Sabes, Gregers? ¡No entiendo ni media palabra de todo esto!
GREGERS: No tiene tampoco mucho sentido. Pero mañana temprano me mudo aquí. (A Gina.) No tendrá que molestarse por mi causa; yo lo hago todo. (A Hjalmar.) Mañana hablamos del resto. Buenas noches, señora Ekdal. (Saluda a Hedvig con la cabeza.) Buenas noches.
GINA: Buenas noches, caballero Werle.
HEDVIG: Buenas noches.
HJALMAR: (Quien ha encendido una vela.) Espera; tengo que alumbrarte, está oscuro en la escalera.
(Gregers y Hjalmar se van por la puerta de entrada.)
GINA: (Se queda mirando, con la costura en el regazo.) ¿No es raro eso de que le gustaría ser perro?
HEDVIG: Te voy a decir una cosa, mamá. Yo creo que quiso decir algo muy distinto con eso.
Hedvig resulta ser mucho más perspicaz que sus mayores, de mirar agudo y presto para las sutilezas. Más adelante, en una de esas conversaciones entre Hedvig y Gregers que rozan lo escabroso, descubrimos que el desván es mucho más que un desván. El desván, ese lugar en lo alto de las casas, ese lugar por lo general destinado como almacén donde, si acaso, sólo penetra una luz escasa inoportuna para los ojos, una luz que de iluminar lo único que ilumina son las entrañas, las descuidadas entrañas que soportan el edificio. Imaginamos que el desván de los Ekdal no debe ser muy distinto: un lugar en penumbra, de difícil acceso, que sólo en unos puntos determinados es lo suficientemente alto como para permitir a sus inquilinos erguirse; por allí se mueven todo tipo de animales escondiéndose entre las columnas de madera o trastabillando por los desniveles del suelo, huyendo de unos cazadores no menos adaptados al terreno: les imaginamos golpeándose la cabeza con los tablones salientes, modificando su postura progresivamente para adentrarse en las regiones más inhóspitas, tanteando con las manos allí donde no llega la vista, dejándose guiar por el oído acostumbrado ya al crujir de las paredes. El desván es mucho más que un desván, es un lugar oscuro donde hasta las tosquedades pasarían inadvertidas para Hedvig, por mucho que le disguste.

HEDVIG: Creo que no le gusta; papá es muy raro así. ¡Imagínese, dice que debo aprender cestería y a trenzar paja! Pero a mí eso no me atrae.
GREGERS: A mí tampoco.
HEDVIG: Pero papá tiene razón cuando dice que si hubiera aprendido cestería habría podido hacer la canasta del pato salvaje.
GREGERS: Eso es cierto. Usted debería haberlo hecho.
HEDVIG: Si, porque es mi pato salvaje.
GREGERS: Así es.
HEDVIG: Sí, me pertenece. Pero papá y el abuelo pueden tomarlo prestado cada vez que quieran.
GREGERS: ¿Y qué hacen con él?
HEDVIG: Lo cuidan y le construyen cosas y eso.
GREGERS: Me lo imagino; porque el pato salvaje es lo más importante allí dentro.
HEDVIG: Sí, así es; porque es un ave verdaderamente salvaje. Y además da tanta lástima, no tiene a nadie el pobre.
GREGERS: No tiene familia, como los conejos.
HEDVIG: No. Las gallinas tienen también a muchos, que han sido pollos, con ellas, pero el pato está lejos de todos los suyos. Y además está todo lo misterioso del pato salvaje. Nadie lo conoce; y nadie sabe de dónde viene.
GREGERS: Y ha estado en el fondo del mar.
HEDVIG: (Lo mire brevemente, contiene una sonrisa y pregunta.) ¿Por qué dice el fondo del mar?
GREGERS: ¿Qué debería decir?
HEDVIG: Podría decir lo profundo del mar o el fondo del agua.
GREGERS: ¿No puedo igual decir el fondo del mar?
HEDVIG: Sí, pero a mí se me hace raro cuando otras personas dicen el fondo del mar.
GREGERS: ¿Por qué? Dígame por qué.
HEDVIG: No, no quiero; es muy tonto.
GREGERS: Seguro que no. Dígame ahora por qué sonrió.
HEDVIG: Es porque siempre cuando pienso así ligero en lo que hay allí dentro, se me hace que todo el cuarto y todo lo demás se llama “el fondo del mar”, es muy tonto.
GREGERS: No diga eso en absoluto.
HEDVIG: Sí, porque es sólo un desván.
GREGERS: (La mira fijamente.) ¿Está segura?
HEDVIG: (Sorprendida.) ¿De que es un desván?
GREGERS: Sí, ¿está segura?
(Hedvig calla y lo mira con la boca abierta.)
Es de ese fondo del mar del que emana un hedor enfermizo o quizá, como prescribe Relling, provenga del propio Werle junior, llamado así con malevolencia.

GREGERS: Yo no me encuentro bien con el aire del pantano.
RELLING: ¿Aire de pantano?
HJALMAR: No vuelvas con eso.
GINA: Aquí sí que no hay aire de pantano, caballero Werle; porque yo aireo y ventilo todos los días.
GREGERS: (Se levanta de la mesa.) Ese tufo del que hablo, no lo puede airear usted.
HJALMAR: ¿Tufo?
GINA: ¿Qué dices tú, Ekdal?
RELLING: Disculpe, ¿no será usted el que trae el tufo de las minas?
GREGERS: Sería muy suyo llamar tufo a lo que traigo a esta casa.
RELLING: (Va hacia él.) Escuche, caballero Werle junior, sospecho que anda usted allí con su “demanda ideal” intacta en el bolsillo.
GREGERS: La llevo en el pecho.
Hedvig no es la única enferma de la obra, pues tanto Gregers como Hjalmar, así como, en general, el conjunto de la sociedad, parecen estar enfermos. Pero es ésta última, en cambio, una enfermedad mortal que no atañe al cuerpo y que, sin embargo, se contagia y trasmite como si de una vulgar enfermedad más se tratara. Tal parece el diagnóstico de Relling quien no tendría reparos en acusar a Gregers de haber contagiado a Hjalmar con la, por él mismo bautizada, fiebre de justicia. Gregers, como carácter opuesto a Relling, receta que Hjalmar requiere precisamente de “fiebre de justicia” si quiere curarse. Eso es precisamente lo que ha venido a hacer Gregers, y es en ese paseo donde Ibsen, empleando como nadie el silencio, narra el proceso. Ahora bien, ¿qué debemos entender por justicia?

RELLING: (A Gregers.) ¿Es impertinente preguntar qué es lo que quiere en esta casa?
GREGERS: Quiero fundar un verdadero matrimonio.
RELLING: ¿Así que no le parece que el matrimonio Ekdal esté bien así como está?
GREGERS: Es un matrimonio igual de bueno que muchos otros, desgraciadamente. Pero no es todavía un verdadero matrimonio.
HJALMAR: Tú nunca has visto con buenos ojos las demandas ideales, Relling.
RELLING: Tonterías, mi viejo. Con su permiso, caballero Werle; cuántos así al azar, ¿cuántos verdaderos matrimonios ha encontrado en su vida?
GREGERS: Creo que no he visto siquiera uno.
RELLING: Yo tampoco.
Gregers responde, con sencilla sinceridad, lo que ha venido a hacer a esta casa, esta casa donde, como vimos, no es bien recibido por nadie, excepto por Hjalmar. Fundar un matrimonio, un verdadero matrimonio, es precisamente su objetivo. La intención resulta cuanto menos curiosa habiendo rehusado, al comienzo de la obra, tal cometido:

GREGERS: (Lo mira insistentemente.) Ahora sé para qué quieres usarme.
WERLE: ¿Usarte? ¿Qué expresión es esa?
GREGERS: No seamos exigentes escogiendo nuestras palabras; por lo menos, no mientras estamos solos. (Ríe brevemente.) Vamos. Era por eso que tenía que venir fuera como fuera, en persona, a la ciudad. Por la señora Sorby hay que organizar vida de familia en la casa. Padre e hijo, ¡qué escenario! Eso sí que será nuevo.
WERLE: ¿Cómo te atreves a usar ese tono?
GREGERS: ¿Cuándo hemos tenido vida de familia? Nunca, según me acuerdo. Pero ahora se necesita un poquito de eso. Porque estaría bien visto que se dijera que el hijo, en aras de la piedad filial, ha volado a las nupcias de su viejo padre. ¿Qué ha sido de todos aquellos rumores de lo que la difunta había padecido y aguantado? No queda ni una pizca. Su hijo los hace desaparecer.
WERLE: Gregers, no creo que haya hombre en el mundo a quien detestes tanto como a mí.
GREGERS: (Bajo.) Te he visto muy de cerca.
WERLE: Me has visto con los ojos de tu madre. (Baja un poco la voz.) Pero debes recordar que esos ojos estaban de vez en cuando nublados.
Gregers desecha pronto la idea, tan pronto como recuerda a su madre. Pronto desecha entonces la idea porque, a su madre, siempre la tiene presente y, con ella, la afección de sus ojos, enferma, en su lecho, cuando le faltaba su marido, ocupado en otros menesteres más lucrativos. Quizá sea por eso que ande tan ciego en su elección, que termine eligiendo al matrimonio Ekdal, que quiera ser perro lazarillo de Hjaldar para guiarlo en la fundación de un verdadero matrimonio. Pero, ¿qué es un verdadero matrimonio? Un verdadero matrimonio no es para Gregers otra cosa que un edificio construido sobre la más absoluta sinceridad. A esa sinceridad es a la que se refiere, y con él nosotros, cuando hablamos de justicia. Fiebre de justicia, también, pues en su desmedido afán por exorcizar el matrimonio de los Ekdal acaba por iluminar, justamente con esa luz cegadora, todas las mentiras sobre las que éste se sostiene; más aún: sobre la que se sostiene la felicidad de sus participantes. Esas son las demandas ideales a las que ahora se acoge Hjalmar quien, poco a poco, se va desplazando de la influencia de Relling a la de Gregers, pues al fin y al cabo no debemos olvidar que es casi un juguete. Demanda de una justicia, una justicia ideal en todos sus sentidos, de un idealismo tal que terminará por corroer todo cuanto hay de real objetivamente hablando, real en un sentido material y, por ende, sólido; una solidez que demanda ser alterada, una solidez que, por otra parte, Gregers se encarga de exhibir en toda su fragilidad. Ambos quedan convencidos de que tal solidez debe alterarse: Gregers porque es capaz de penetrar en su fragilidad y, en su más alto idealismo, imagina que la carcoma no es otra cosa que la mentira que con el tiempo se acumula y que, cuando el matrimonio sea consciente de ello, se encargarán de limpiar como corresponde para que la superficie quede impoluta. Hjalmar, en cambio, una vez advierte la mentira no puede más que desconfiar de todo cuanto le rodea, una vez descubre la mentira él mismo se siente teñido por ella. Gregers, como se verá más adelante, sobreestima la capacidad de Hjalmar. Relling, en cambio, su contrapartida, se muestra en toda la obra como un hombre sensato, un hombre que, como tal, sólo puede hacer una pregunta ante el absurdo idealismo de Gregers: ¿has visto alguna vez una felicidad construida sobre la verdad? La respuesta de Gregers es negativa y, con ella, se da Relling por satisfecho, pues, como buen científico positivista, recordemos que es médico, sólo cree en lo que ve. En ese sentido, un diálogo significativo donde se contrapone todo lo dicho acerca de ambos personajes lo podemos encontrar en estas líneas:

GREGERS: El pobre infeliz de Ekdal. Él sí que ha tenido que rebajar los ideales de su juventud.
RELLING: Antes de que se me olvide, señorito Werle, no emplee la palabra extranjera “ideales”: tenemos en noruego una palabra mejor, “mentiras”.
GREGERS: ¿Quiere decir con eso que ambas están emparentadas?
RELLING: Sí, como el tifus y la gangrena.
GREGERS: Doctor Relling, no cejaré hasta salvar a Hjalmar de sus garras.
Como ya se dijo Hjalmar no pasa por ser más que un juguete, el objeto de sus experimentos; en este aspecto es por lo que las inclinaciones de Hjalmar evolucionan a lo largo de la obra acercándose, de una manera oblicua, si cabe, hacia el pensamiento de Gregers; pero, como ya se dijo, Hjalmar es incapaz de advertir todos los matices que encierra tal pensamiento y se queda en la superficie, en la mentira. Es significativo hacer una relectura a sabiendas del parentesco entre el ideal y la mentira, y entender por ello que esas demandas ideales no son otra cosa que demandas de mentiras: la necesidad de las mentiras, tanto de desvelarlas como de recibir su corte. Por eso ideales y mentiras no son otra cosa que enfermedades como el tifus que, en último extremo, pueden provocar la gangrena, la muerte de los tejidos, la disolución del matrimonio. Enfermedades siempre latentes pero que pueden ser apaciguadas, y en eso, entre otras cosas, consiste vivir. Relling se encargaba de mitigar los síntomas de la enfermedad. En una conversación donde Relling deja entender de qué manera Gregers está sobreestimando la capacidad de Hjalmar se explicita todo lo dicho sobre la enfermedad:

GREGERS: Si no tiene mejor idea de Hjalman Ekdal que eso, ¿qué gusto puede tener estando constantemente con él?
RELLING: ¡Por Dios; se supone que soy un médico! Y tengo que ocuparme de los enfermos que viven en mi casa.
GREGERS: ¡Así que Hjalmar Ekdal también está enfermo!
RELLING: Todo el mundo está enfermo, desgraciadamente.
GREGERS: ¿Y cuál es su cura para Hjalmar?
RELLING: La de siempre. Intento mantener viva en él la ilusión de su vida.
GREGERS: ¿La ilusión de su vida? No oí bien.
RELLING: Sí, dije la ilusión de su vida. Porque la ilusión de la vida es el principio estimulante.
GREGERS: ¿Le podría preguntar cuál es esa ilusión que mantiene a Hjalmar?
RELLING: No, gracias; no traiciono esos secretos a curanderos. Sería usted capaz de empeorármelo. Pero el método es seguro. Lo he usado también con Molvik. A él lo he vuelto “demoníaco”. Ésa fue la fontanela que le tuve que poner en el cuello.
Se nos habla aquí de una manera de aliviar la enfermedad consistente en mantener viva la ilusión, lo que nos lleva a preguntarnos: ¿cuál es la ilusión de Hjalmar? Líneas más abajo, cuando el desenlace amenaza con eclosionar, nos encontramos con estas otras palabras:

GREGERS: (Después de un breve silencio.) Nunca me imaginé que esto terminaría así. ¿Es realmente necesario que abandones la casa y tu hogar?
HJALMAR: (Se pasea intranquilo.) ¿Qué quieres que haga? No estoy hecho para ser desgraciado, Gregers. Tengo que tener seguridad y tranquilidad a mi alrededor.
GREGERS: ¿Y no es posible? Inténtalo. Me parece que hay aquí ahora una base sólida sobre la cual edificar y empezar de nuevo. Recuerda que tienes también un invento por el que vivir.
HJALMAR: No me hables del invento. Quién sabe si dará frutos.
GREGERS: ¿Cómo?
HJALMAR: ¿Qué quieres, por Dios, que invente? Los demás han inventado casi todo de antemano. Es más difícil cada día.
GREGERS: Y tú que has trabajado tanto.
HJALMAR: Fue el disoluto de Relling quien me impulsó.
GREGERS: ¿Relling?
HJALMAR: Sí, él fue quien primero me hizo notar mi talento para uno que otro invento dentro de la fotografía.
El invento en el que Hjalmar había depositado todas sus esperanzas para proporcionar un mejor futuro a su familia y a sí mismo, el invento que había constituido, a lo largo de toda su vida, su mayor preocupación, el invento que tanto le obsesionaba y que obligaba a Gina a encargarse del negocio más tiempo del que le correspondía. El invento era, precisamente, la ilusión vital de Hjalmar; ahora, sin invento, la enfermedad puede campar a su antojo, abrirse paso hasta lo más profundo de su ser, pues ya no hay nada, absolutamente nada, que le imponga resistencia. Y Hjalmar, como el cobarde que es, no puede hacer otra cosa que culpar a Relling y tildarle de disoluto; pero no es sólo su cobardía lo que le lleva a afirmar tal cosa, sino el hecho, del todo palpable, de que ya no hay nada de Relling en Hjalmar, Hjalmar se ha alejado completamente de Relling conforme se iba acercando a Gregers y la prueba es esa, precisamente: que no hay invento posible. Pero, nuevamente, Hjalmar se justifica: no se trata de que él carezca de las cualidades que corresponden a un inventor, sino que la culpa es de los demás: fueron ellos quienes lo inventaron todo no dejándole así posibilidad alguna a él. Sin ilusión los primeros síntomas de la enfermedad comienzan a mostrarse:

HJALMAR: Ojalá así sea, porque mañana voy a empezar en serio.
HEDVIG: ¡Mañana! ¿No te acurdas qué día es mañana?
HJALMAR: Es cierto. Pasado mañana, entonces. En adelante lo haré todo yo; quiero llevar yo solo todo el trabajo.
GINA: ¿Pero y eso por qué, Ekdal? Será sólo amargarte la vida. Yo me encargo de fotografiar; y así te quedará más tiempo para tu invento.
HEDVIG: Y para el pato salvaje, papá, y para todas las gallinas y los conejos y…
HJALMAR: No me hablen de esas tonterías. Desde mañana no pondré un pie en el desván.
HEDVIG: Pero papá, me prometiste que mañana íbamos a tener una fiesta allí dentro.
HJALMAR: Es cierto. Bueno, de pasado mañana en adelante. Lo que más me gustaría sería retorcerle el cuello a ese maldito pato salvaje.
La determinación con que Hjalmar emprende su discurso pronto flaquea, pues, a hombre débil sólo cabe suponer discursos débiles. Así pues, su decisión de empezar mañana a llevar todo el trabajo queda aplazada, así como su decisión de no volver a entrar al desván, el desván maldito donde mora el pato silvestre, ese pato al que gustaría de retorcer el cuello (¿por qué le querrá matar?), es también el desván donde mañana se celebrará el decimoquinto cumpleaños de su hija. ¡Su hija! ¿Cómo hemos podido olvidarnos de ella? ¿Acaso no es Hedvig la ilusión de su vida? ¿No es ella el motor que le impele a vivir? Es el propio Hjalmar quien, en su ceguera, es incapaz de ver esta verdad. La enfermedad arremete con tal virulencia que antepone su orgullo, su desvalido orgullo, a tantos años de matrimonio. Hjalmar demanda, una y otra vez, incansablemente, mentiras bajo el nombre de verdades. Llegados a este punto no puede más que despreciar a su propia hija. Pero, ¿por qué?

SEÑORA SORBY: Puede quedarse si quiere. No diré nada más. Pero quiero que sepa que no ha andado con equívocos ni evasiones. Puede ser que parezca que es una suerte muy grande la mía, y en cierto modo lo es. Pero igualmente pienso que no recibo más de lo que doy. Nunca lo defraudaré. Y puedo ayudarlo y serle útil como nadie, ahora que pronto estará inválido.
HJALMAR: ¿Inválido?
GREGERS: (A la señora Sorby.) No hable de eso aquí.
SEÑORA SORBY: De nada sirve ocultarlo ya más, por más que se quiera. Se quedará ciego.
HJALMAR: (Sobresaltado.) ¿Va a quedarse ciego? ¡Qué cosa más rara! Ciego él también.
GINA: Le sucede a tantos.
Esa invitación de Gregers instando a callar a la futura mujer de su padre demuestra que es consciente de que Hedvig es hija del empresario Werle, su padre. Sorby, sin duda, al desoír la sugerencia de éste, denota no saber nada del asunto ¿Se hubiera casado Sorby sabiendo que Werle tuvo una hija con su anterior sirvienta? La sorpresa de Hjalmar es introducida en el preciso lugar y en una lectura exhaustiva debemos subrayar la relevancia de esta línea que viene a demostrar, en primer lugar, que Hjalmar es, como se ha venido repitiendo, completamente ajeno a todo cuanto se está desarrollando a su alrededor; en segundo lugar, remitiéndonos a lo dicho en el extracto de texto con el que comenzábamos este estudio, nos encontramos con que es la propia Gina la que acude, con su sola y sorpresiva intervención (la madre de Ekdal tenía la vista débil), como recordatorio del encubrimiento de su suegro. Es evidente que el sobresalto de Gregers, en ese momento, se debe más al hecho de haber apuntalado una posibilidad que constantemente le perturbaba, la infidelidad de su mujer, que a un sentimiento de compasivo escepticismo. Como colofón tomemos ese desdeñoso le sucede a tantos con que concluye el fragmento citado; no es aventurado decir que se entrevé en el comentario un cierto menoscabo de la importancia que reviste todo el pasaje, intenta restar importancia a la inminente revelación que, dicho sea de paso, nunca es explicitada por Ibsen; una revelación dañina en todo extremo pues, nuevamente, hace recordar a Hjalmar lo insidioso de todo cuanto le rodea, de todo aquello sobre lo que quepa sospechar la sombra de Werle, su enemigo. Es precisamente ese odio a Werle lo que le ha contagiado Gregers quien guarda rencor a su padre no tanto por sus infidelidades como por no haber estado allí cuando su mujer agonizaba. La semilla del odio llevaba en Hjalmar plantada desde hace mucho tiempo pues sobre Werle pesa la duda de haberse eximido de sus responsabilidades en la tala ilegal (el texto aludido corresponde al cuatro fragmento) condenando, por consiguiente, al padre de Hjalmar quien, por no poder acudir a los bosques, relegado de su antigua condición de teniente, se ve obligado a cazar en un improvisado bosque en el desván (que también es el fondo del pantano). Esa duda que pesa sobre Werle parece disiparse tan pronto como sabemos que está pagando, muy por encima de los servicios que realiza, al viejo Ekdal. Será esta primera revelación a un Hjalmar que creía ser él el responsable de la manutención de su padre la que haga asentarse la semilla. Gregers será el agua que ayudará a que germine. Ese es el proceso que encontramos en la obra y que desencadena en el deterioro de su relación con Hedvig, un proceso que hace que nos encontremos con un Hjalmar casi irreconocible al del principio.

HJALMAR: ¿Y luego?
GINA: Es mejor que lo sepas. No cejó hasta que consiguió lo que quería.
HJALMAR: (Juntando las manos.) ¡Y ésa es la madre de mi hija! ¿Cómo pudiste callármelo?
GINA: Sí, hice mal; debí habértelo dicho hace tiempo.
HJALMAR: Debiste habérmelo dicho inmediatamente; así hubiera sabido quién eras.
GINA: ¿Te hubieras casado conmigo de todos modos, de haberlo sabido?
HJALMAR: ¡Cómo se te ocurre!
GINA: No, y por eso no me atreví a decírtelo entonces. Porque te había tomado mucho cariño, como sabes. Y no me podía exponer a ser tan infeliz.
HJALMAR: (Se pasea.) ¡Y es la madre de mi Hedvig! ¡Y saber que todo lo que veo ante mis ojos (Da un puntapié a una silla.), todo mi hogar se lo debo a un rival favorecido! ¡Ese seductor del empresario Werbe!
GINA: ¿Te arrepientes de catorce o quince años que hemos vivido juntos?
HJALMAR: (Frente a ella.) Dime si tú no te has arrepentido todos los días, todas las horas, de esa tela de evasiones que como una araña has tejido a mi alrededor. ¡Respóndeme! ¿No has vivido angustiada por el arrepentimiento y la tristeza?
Catorce o quince años de matrimonio que son también los catorce o quince años de Hedvig. Catorce o quince años que son los que echa a perder irremediablemente. Este es el Hjalmar que se atreve a pedir explicaciones, un Hjalmar poseído por las demandas ideales de Gregers, un Hjalmar que demanda que las mentiras sean iluminadas y que, al contemplas, no puede más que caer, desfallecer, agotado ante tamaña empresa, sobrepasado por las miserias que ocultaba su felicidad. Todo parece estar manchado por el color del empresario: su padre, su hija y, para colmo, ¡el pato silvestre! Desgraciadamente Hjalmar seguirá siendo un cobarde hasta el final de su vida, incapaz de tomar una decisión fuerte. El retrato de su mezquindad queda atrapado en las siguientes palabras en las cuales se refieren a la carta del empresario donde se les comunica que recibirán una pensión:

HJALMAR: (Cambia de lugar la carta del empresario.) Veo que por aquí anda todavía ese papel.
GINA: Yo no lo he tocado.
HJALMAR: Ese pedazo de papel no tiene nada que ver conmigo.
GINA: Y yo no pienso en absoluto servirme de él.
HJALMAR: Pero no es bueno que se pierda en el caos tampoco; con toda la confusión, cuando yo me mude podría…
GINA: Yo me encargaré de él, Ekdal.
HJALMAR: El legado es en primer lugar de mi padre, y será asunto suyo que quiera hacer con él.
GINA: (Suspira.) ¡Pobre abuelo!
HJALMAR: Para mayor seguridad, ¿dónde hay engrudo?
GINA: (Va a la cómoda.) Aquí está el tarro.
HJALMAR: Y un pincel.
GINA: Aquí está el pincel también. (Trae las cosas.)
HJALMAR: (Tomando unas tijeras.) Sólo una tira de papel atrás. (Corta y pega.) Lejos de mí el querer apropiarme de la propiedad de otro y mucho menos de la de un anciano indigente. Bueno, tampoco la de la otra. Bien. Déjala allí mientras tanto. Y cuando se haya secado, quítala. No quiero ver ese expediente ante mis ojos. ¡Jamás!
Hjalmar está lleno de un irrefrenable odio hacia Werle, está henchido de la ponzoña de Gregers, y aún así, con todo, no hace asco a su dinero. Gregers, para desgracia de todos, es incapaz de reparar en su mortal mordedura, es incapaz de comprender que no es un hombre, ni siquiera un perro, sino un áspid, un áspid que cree ser hombre, hombre bueno, y como tal interpreta su papel:

GREGERS: (Entra con la cara resplandeciente de satisfacción y quiere estrecharles las manos.) ¡Y bien, queridos amigos! (Los mira uno tras otro y susurra a Hjalmar.) ¿No ha sucedido aún?
HJALMAR: (Fuerte.) Ya sucedió.
GREGERS: ¿Cierto?
HJALMAR: He vivido el momento más amargo de mi vida.
GREGERS: Pero me imagino que también el más ennoblecedor.
HJALMAR: Por lo menos hemos liquidado el tema por el momento.
GINA: Que dios lo perdone, caballero Werle.
GREGERS: (Asombradísimo.) Pero no entiendo esto.
HJALMAR: ¿Qué es lo que no entiendes?
GREGERS: Un ajuste de cuentas tan importante, que va a formar la base de una nueva existencia, una existencia, una vida en común basada en la verdad y sin evasiones.
Cree haber sembrado maná en el desierto y se encuentra con un pueblo famélico que le acusa de robarle sus alimentos; es comprensible su asombro: por primera vez ha asomado la vista al abismo, el abismo al que lleva años tratando de evitar y ahora descubre que él es el vórtice que lo provoca, él es quien siembra el hambre allí donde pisa. Pero es pronto, demasiado pronto para que el orgulloso de Gregers, quien se cree estandarte de la verdad, pueda comprender. Y es que Werle no sólo cegó a Hedvig:

HJALMAR: No me puedo desembarazar de la idea de que en todo esto hay algo que hiere y ofende mi sentido de justicia. Es como si en la realidad no hubiera nada que gobernara el mundo con justicia.
GINA: Por Dios, Ekdal, no hables así.
GREGERS: Dejemos eso.
HJALMAR: Por otro lado, es como si intuyera el dedo regular del destino de todos modos. Va a quedarse ciego.
GINA: Eso no es tan seguro.
HJALMAR: Es seguro. Por lo menos no debemos dudar de ello; porque justamente allí se encuentra la justa venganza. El cegó en su tiempo a una criatura inocente. GREGERS: Desgraciadamente cegó a muchos.
HJALMAR: Y ahora llega lo inexorable, lo misterioso a exigir los ojos del empresario.
GINA: ¡Qué te atreves a hablar así! ¡Me das miedo!
HJALMAR: Es bueno sumergirse en los lados oscuros de la existencia de vez en cuando.
Werle cegó a muchos. Werle es para ellos el portador de la enfermedad. Cuánto más irónico resulta que ahora sea él, su propio padre, quien haya conseguido cumplir sus propósitos, los propósitos de Gregers. Él, quien precisamente inspirara semejantes sentimientos en su propio hijo, quien sirviera de modelo negativo para ese matrimonio ideal que Gregers tanto ansiaba. Es ahora él quien alcanza la tan ansiada justicia y lo hace dando a descubrir que no hay justicia, que la justicia no es más que una simple venganza legitimada; nada tan relativo como la venganza que requiere de la objetivación del consenso. Un consenso que escapa a Gregers y Hjalmar.

HJALMAR: Pues bien, verás. Encuentro algo indignante que sea él, y no yo, quien en estos momentos efectúa una verdadera unión conyugal.
GREGERS: Pero ¿puedes pensar semejante cosa?
HJALMAR: Así es. Tu padre y la señora Sorby van a sellar un pacto matrimonial basado en la mutua confianza. De uno a otro no hay nada oculto; detrás de sus relaciones no se esconde el menor engaño. Como quien dice, entre ambos media una absolución recíproca y sin reservas de todas sus faltas.
GREGERS: Bueno; ¿y qué?
HJALMAR: Y lo más notable es que ese matrimonio se funda precisamente en las mismas miserias que has visto ya aquí.
GREGERS: Pero es una situación muy distinta. ¡No querrás comparar vuestro caso con el de esa pareja...! Vamos, ya me comprendes.
HJALMAR: A pesar de todo, siento una voz interior que me dice que eso no es justo. Cualquiera sacaría la conclusión de que no existe la menor justicia en el gobierno del mundo.
Nada tan indignante para un hombre como que la justicia sea monopolizada por sus enemigos, para él no hay mayor injusticia. Y qué mayor injusticia puede haber que el hecho de que las buenas acciones morales no sean portadoras de felicidad. Qué mayor injusticia que esa, que viene a demostrar que somos tan insignificantes que ni tan siquiera nos espera una justicia divina. Tan insignificantes que la vida nos sobrepasa: incapaces de controlarla, de hallar en ella ninguna lógica. Los hechos se han sucedido unos tras otros sobreviniendo a los propios personajes, algunos de los cuales, encaramados a la cornisa, amenazan con suicidarse; mientras los otros, afortunados, disfrutan de su recién adquirida felicidad. Pero no hay aquí ninguna lógica, ningún mensaje moralista. La obra encaja perfectamente con la vida, fiel retrato que sólo puede darse en esas irregularidades que sirven de enganche, en esas carencias de un destino inescrutable, de unas acciones cuyas consecuencias son imprevisibles y de unos personajes en constante disputa por una verdad descolorida de tan ajada. Sólo uno, un único personaje, puede relevarse como inocente. Es el caso de Hedvig, testigo inocente del espectáculo, que no padece más que una única enfermedad y, sin embargo, no es precisamente por tal por la que no vuelve a ver la luz; ella es, en todo este entramado, una pieza vital que nos recuerda cómo encajan ambas enfermedades: cómo ambas son capaces de cegar. Hedvig también tiene una ilusión por la que vivir, una ilusión que ha estado constantemente en el punto de mira. Hjalmar, en su afán destructivo, desea destruir todo cuanto lleve escrito la palabra Werle, desea volcar su cólera sobre un ser vivo para purgar de esta manera la ira que tiene acumulada contra el empresario; sin embargo, no puede matarle porque en él también está inscrito el nombre de Hedvig, su pobre hija por la que mana la sangre de Werle y no la suya. ¿Acaso ella no es un ser vivo? ¿Acaso ella no podría servirle a Hjalmar de catártico? En una de esas escabrosísimas conversaciones que recorren la obra nos encontramos a una Hedvig que desea recuperar el amor de su padre y a un Gregers que desea perder el amor del suyo.

GREGERS: (Esquivo.) ¡El pato salvaje, es cierto! Hablemos del pato salvaje, Hedvig.
[…]
GREGERS: Y su padre quería retorcerle el cuello a ese pato salvaje al que usted quiere tanto.
HEDVIG: No, dijo que sería mejor para él si lo hiciera; pero que lo iba a perdonar por mí; eso estuvo muy bien de papá.
GREGERS: (Se acerca.) ¿Y si usted voluntariamente sacrificara al pato salvaje por él?
HEDVIG: (Se levanta.) ¡Al pato salvaje!
GREGERS: ¿Si usted, por él, sacrificara lo que más quiere en el mundo?
HEDVIG: ¿Serviría de algo?
GREGERS: Inténtelo, Hedvig.
Hedvig, la pobre Hedvig, no puede, por más que quieren, ser ajena a todo cuanto ocurre. Se encuentra situada en el centro, justo en el centro de esa cuerda tirante, tratando de caminar sin perder el equilibrio en una centro que se desgarra, se desiguala. No tiene datos suficientes para saber los motivos que llevan a su padre a despreciarla: desconoce su enfermedad, desconoce el pasado de sus padres y, por último, sigue viendo, porque no podría verle de otra manera, un padre en Hjalmar. ¿Cómo puede entonces explicarse que Hjalmar no vea en ella una hija? ¿Las disputas entre sus padres? Esa cólera entristecida que impide llegar los rayos del sol. No puede más que acusarse a sí misma e imponerse un castigo: sacrificar al pato silvestre.

GREGERS: No, no lo sabes. Pero yo lo sé. Fue el testimonio.
HJALMAR: ¿Qué testimonio?
GREGERS: Fue un sacrificio infantil. Hizo que tu padre matara al pato salvaje.
HJALMAR: ¡Matara al pato salvaje!
GINA: ¡Imagínate!
GREGERS: Te ha querido sacrificar lo que más quería, porque entonces pensaba que la ibas a querer de nuevo…
HJALMAR: (dulce, conmovido.) ¡Esa niña!
Qué dulce regalo ha hecho esa niña a su padre: ha matado a su pato silvestre por amor hacia su padre, porque desea su amor y reconocimiento. Merece ese premio, merece que el padre la premie por matar a Werle. La satisfacción de Hjalmar es palpable hasta el punto de que si pudiera llorar las lágrimas recorrerían sus mejillas disfrutando del sabor de la victoria, una victoria que jamás podría haber imaginado tan dulce. Pero, ¿ha vencido? ¿Qué hay en el fondo del mar? ¿Qué oculta el bosque en su frondosidad?

EKDAL: El bosque se venga. Pero yo no tengo miedo de todos modos. (Se va al desván y cierra la puerta.)
HJALMAR: Relling, ¿por qué no dices nada?
RELLING: El tiro entró por el pecho.
HJALMAR: Pero se pondrá bien.
RELLING: Bien puedes ver que Hedvig no vive.
GINA: (Rompe a llorar.) ¡La niña, la niña!
GREGERS: (Ronco.) En el fondo del mar.
Es una responsabilidad demasiado onerosa para una joven de quince años, no puede comprender la diferencia entre sacrificar aquello que sustenta su vida y sacrificar su propia vida; o quizá, en cambio, comprende demasiado bien que su padre, Hjalmar, desearía que ella se inmolara. Pero no nos precipitemos, observemos la escena, en ese desván, donde se han reunido todos para contemplar el cadáver de Hedvig. Hjalmar, ante la sorpresa, se abalanza sobre su cuerpo inerte, Gina rompe a llorar desconsoladamente, Gregers contempla atónito en qué han quedado convertidas sus demandas ideales y el viejo Ekdal, el viejo Ekdal no puede parar de repetir que el bosque se venga, porque en el bosque no cabe justicia alguna, la justicia es cosa de los hombres, la venganza de las bestias; y aún con todo es imposible advertir diferencia alguna entre la venganza del bosque y la justicia impuesta por las demandas ideales de algunos hombres. Pero, lo sorprendente, lo más sorprendente de esta escena es que Hjalmar, tras haber renegado de Relling se ve obligado, por el insólito acto de Hedvig, a recurrir a él. Es Relling el único que puede devolver la vida a esas demandas ideales encarnadas en la inocencia violada de una niña. Pero, con la muerte de Hedvig no se culmina la enfermedad sino que, tan sólo, se atestigua que ésta es perenne, imperecedera porque no es sufrida por su portador, sino por quienes le rodean. Quizá, inclusive, pudiéramos decir que no hay portador alguno, que no es una enfermedad que se pueda portar, mejor sería decir que es una efímera locura que arrastra a los hombres a cometer la mayor de las afrentas: atentar contra los pilares que sustentan su propia felicidad. Hedvig muere (y no de cualquier forma), y con ella se lleva lo más preciado de Hjalmar, pero también aquello que tanto había despreciado. El suicidio de Hedvig supone entonces una manera de exonerar la carga del padre, de librarlo de la enfermedad que lo corroe y así lo sabe ella y es por ello por lo que se inmola. De modo que su muerte es la consecuencia directa de la enfermedad de su padre, no del biológico, sino del putativo; la muerte con la que culmina el drama es la muerte con la que descubrimos que la enfermedad es incurable, que persistirá después de la muerte de la niña y que, por tanto, para mayor escarnio (de la vida, de la obra, de Ibsen), su muerte ha sido en vano; en vano, precisamente, porque los hombres están enfermos: son incapaces de ver aún teniendo ojos sanos. El pecado persiste, el pecado es un estigma que nada puede borrar, ni tan siquiera la muerte, pues pasa de generación a generación cegando a tantos y tantos. De ahí el colofón de El pato silvestre, he ahí donde radica su brutal y profundo pesimismo, de esas palabras que, en el preciso momento en que el lector repara en la inutilidad de la muerte le llevan a preguntarse entonces por la solución. ¿Qué remedio cabe esperar si hasta la muerte falla irremediablemente? Ninguno, absolutamente ningún remedio: la vida no merece la pena de ser vivida.

RELLING: (Va hacia Gregers y dice:) Nadie podrá decirme nunca que esto fue un accidente.
GREGERS: (Que se ha quedado paralizado de espanto, con estertores de emoción.) Nadie puede saber cómo pasó este horror.
RELLING: Tiene el corpiño quemado. Seguramente apoyó la pistola contra su pecho y disparó.
GREGERS: Hedvig no ha muerto en vano. ¿Vio cómo el dolor liberó lo grande en él?
RELLING: Grandes se vuelven todos cuando están sufriendo junto a un cadáver. Pero ¿cuánto cree que esta maravilla le va a durar?
GREGERS: ¡Le durará y crecerá mientras viva!
RELLING: Dentro de seis meses, la pobrecita Hedvig no será para él más que un bonito tema para declamar.
GREGERS: ¡Y se atreve a decir eso de Hjalmar Ekdal!
RELLING: Hablaremos cuando las primeras hierbas se hayan secado en su tumba. Entonces podrá oírlo vomitar algo sobre “el hijo arrebatado tan pronto al corazón de su padre”; entonces lo verá revolcarse en sentimentalismo, en admiración para sí mismo y en autocompasión. ¡Ya podrá comprobarlo!
GREGERS: Si usted tiene razón y no yo, la vida no merece la pena de ser vivida.
RELLING: La vida podría ser bastante agradable, sin embargo, si supieran dejarnos en paz estos benditos cobradores que llegan a la puerta del pobre con esa su demanda ideal.
GREGERS: (Mira hacia el frente.) En ese caso me alegro de que mi decisión sea la que es.
RELLING: Con su permiso, ¿cuál es su decisión?
GREGERS: (A punto de marcharse.) Ser el decimotercero a la mesa.*
RELLING: ¡Que eso se lo crea el diablo!
Sólo nos queda esta verdad: Si quita usted la mentira vital a un hombre corriente, le quita al mismo tiempo la felicidad.




WERLE: (Por lo bajo y molesto.) No creo que nadie lo haya notado, Gregers.
GREGERS: (Lo mira) ¿Qué?
WERLE: ¿No lo notaste tú tampoco?
GREGERS: ¿Qué es lo que debí notar?
WERLE: Éramos trece a la mesa.

HEDVIG: ¿Eran muchos, papá?
HJALMAR: No, no muchos. Unos 12 ó 14 a la mesa.
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Pese a lo dicho agradecería ser avisado del uso que se diera a mi obra sin que ello, evidentemente, comprometa ninguno de los puntos anteriormente citados.
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Proemio introductorio al blog al que se une la declaración de principios

Una vez consolidada la marca se comienza a explotar venalmente los productos asociados a su nombre. Éste, que parece un proceso sencillo por lo familiarizados que estamos a vivirlo, precisa por parte de los publicistas de un amplio conocimiento de la psicología humana. Nada, en la vida de la marca, ha de ser casual, sino causal. Este blog que leen ustedes hace años que abrió sus puertas y también hace años que las cerró, durante este lapso de tiempo han ocurrido muchas cosas, tantas como le ocurriría a una vida humana; y al igual que a esta vida hay ocasiones en que nace el deseo de morir para revivir con otra faz que nos permita corregir los errores asociados a nuestro rostro. Esa, y no otra, es la razón por la que las huellas fueron borradas. Mas el publicista que ha de aprender a andar de otro modo para que no se reconozcan sus huellas ha de ser consciente de su caminar de la única manera posible: echando la vista atrás para comprobar, con orgullo, que esas huellas ya no se reconocen como propias sino en la medida en que sirven para atestiguar la existencia del aquí que pisan estos pies. Pero otro caminar exige un gran esfuerzo, un esfuerzo formidable. Y yo, que peco de abulia, sólo puedo andar como las bestias en domesticación: a golpe de látigo. Y, además, el látigo debe blandirse con rapidez, para que a falta de pensar logre escribir (por mucho que pese a algún sombrerero). Mas, por desgracia para mí, el esfuerzo es doble, pues no sólo pretendo pisar, sino asegurar cada una de mis pisadas, y la labor se hace harto más difícil si uno, en vez de caminar, corre. El buen publicista corre siempre pensando acerca de cómo interpreta el otro sus movimientos, y sería injusto negar que su correr es fruto del pensar ajeno, mas eso no resta ni una pizca de originalidad a su obra pues se puede escribir para uno mismo de cara a los demás. Yo, que no soy ducho ni lego en la materia, sólo sé que la única diferencia entre mi primera caminata y esta segunda es que ahora tendré la posibilidad de contemplar el paisaje que se yergue más allá de los pequeños matorrales que ocuparon mi atención cuando el camino no era más que la promesa de un buen paseo. Ahora prestaré mis sentidos a descubrir lo que queda más allá para, en el futuro, poder realizar el paseo con la vista puesta en el cielo. Pero de todos es sabido que sólo se hace camino al andar y ya aplastada la maleza, que es la ocupación más desagradecida, resta allanar el camino, labor que se hace mejor en compañía, no sólo por la ayuda que prestan los pies, sino también por los ojos capaces de ver la posibilidad de nuevos y mejores trayectos. Yo, al igual que el buen publicista, quiero que mi obra sea afectada por cuantos más ojos mejor, mas es para ello requisito indispensable que confiese a todos el destino del viaje, pues en caso contrario nadie me acompañaría, pero ya advierto que no será, como todo deudor de la publicidad reconoce enseguida, más que promesas. Como autor de estas palabras me comprometo a empezar por el principio, como diría el rey de un país maravilloso, y el principio que nos atañe como occidentales no es otro que la Grecia Clásica, mas a modo de recuerdo para mi desmemoriada cabeza citaré aquí a Aristóteles y a Euclides. Y la lectura atenta de ambos no servirá para otra cosa que empezar, que no es poco. La vasta influencia del pensamiento aristotélico no precisa presentación pues entre los intelectuales medievales era común replicar con Aristóteles dixit encomiando su autoridad con el sobrenombre de el Filósofo o el Maestro. Y efectivamente, sin una sucinta presentación de su influencia no podría entenderse la hazaña que supuso el pensamiento de Descartes con el cual irrumpimos de lleno en la Modernidad. Asimismo, una de las tres grandes revoluciones del siglo XX, la que atañe a la lógica y a la fundamentación de las matemáticas, remite indefectiblemente a los albores de la misma y nos permitirá entablar conversación con un autor cuya relevancia no creo necesario justificar, me estoy refiriendo a Wittgenstein, pero sin por ello olvidar la narración que nos llevará de Cantor a Gödel. El desarrollo de geometrías no-euclidianas supone la segunda gran revolución, y como tal no podrían entenderse sin tener aunque sea vaga noticia de los Elementos de Euclides, el cual se honraba en el Medievo por ser el libro que más manos había recorrido después de la Biblia, por lo que no es de extrañar que ambos sirvan de pilares en nuestra cultura. La última gran revolución, imprescindible para entender nuestro tiempo y reconocernos partícipes de la discusión, es la física cuántica, la más pródigamente difundida de todas por las consecuencias filosóficas que encierra y por sernos genuinamente propia. Mas absurda sería esta empresa si no aspirara a aportar novedad alguna para un público curtido en infinitas lecturas, así pues, siguiendo la máxima griega que da unidad a este cuaderno de bitácora, conocerse a uno mismo implica contener su árbol genealógico, porque quien no siendo sabedor de su identidad es ajeno a las revoluciones intelectuales que nos deparará este siglo está predestinado a caer en el obligado olvido de una vida estéril. Y esto, que parece tan poco, ya es mucho, pues las palabras han hecho efectivas las ideas, y aunque Ítaca no nos enriqueciera, sin duda nos concederá un hermoso viaje. Recordad siempre que sin las promesas jamás habríamos partido.

A esta improvisada cartografía que servirá para no encallarnos se opone la necesidad, nunca plenamente satisfecha, de hablar. Necesidad que es común a todos los hombres, pero que en la práctica adolece del insalvable problema de la incomprensión, de ahí ese inconfesable esfuerzo por hacerse entender, esa necesidad constantemente rota de abrirse a los otros. Tal es la ciega fe que depositamos en la verdad de nuestro pensamiento que estamos seguros de que si el otro entendiera nuestras razones como nosotros las entendemos de buena gana compartiría nuestra posición, pero para que eso fuera factible el otro debería hablar con nuestra misma voz y eso sólo es posible si está dentro de nosotros. Esta verdad pone de manifiesto que el suelo sobre el cual el hombre está siempre no es la tierra ni ningún otro elemento, sino una ideología. Y esta ideología sólo puede transparentarse a través de la confrontación, del enfrentamiento que posibilitan las palabras. A tenor de lo dicho quisiera yo hablar sin tapujos que me enmudecieran sobre los temas que considero de mayor relevancia, pero esta importancia habré de defenderla con mayor soltura de lo que he hecho anteriormente, así pues espero disponer de las palabras precisas, no sea que el error de una enturbie todo el pensamiento. Multitud de razones, entre ellas metafísicas, me invitan a meditar sobre los aspectos narrativos que hacen esenciales las obras de Ibsen, Cervantes o Carroll. A su vez deseara prestar la atención merecida a las neurociencias por considerar, no discutiré aquí si acertadamente, que nos conducen hacia un nuevo paradigma epistémico que espero posibilite la ruptura con C. P. Snow, esto es: la reconciliación de las dos culturas. En cambio, no parece existir discusión pública acerca de la importancia del dinero siendo éste el motivo de mi deseo de tratar críticamente la universal asunción de este para mi extraño hecho. Finalmente, y sin que obste a recibir un tratamiento serio, me parecen temas cuya importancia rara vez se pone de relieve los mecanismos que hacen posible el humor y la metáfora. Pero este bosquejo resultaría inoportuno sin insistir en que su función es meramente recordatoria. Nuevamente quiero hacer constar lo inútil de hablar si mi voz no sirviera para demostrar que todos estamos capacitados para ser leídos con la atención merecida a nuestras palabras, así intentaré merecer yo también la vuestra de motu proprio con el propósito de convertirlo en vuestro tiempo de barbecho para que los campos de cultivo roten. 

La unidad tripartita del presente blog puede sintetizarse en el axioma de que conocer lo que uno es resulta de reconocer la patente fragilidad de las paredes que conforman su pensar y la consiguiente toma de consciencia de la imperiosa necesidad de apuntalar el edificio. Estos tres motivos íntimamente entretejidos en tanto que dibujan un círculo constituyen el telón de fondo de la obra que sobre estas tablas espero representar atendiendo tanto o más de lo que me permitan lo ineludible de mis compromisos a su calidad, que no a su cantidad. Confío, pues, en que sea del gusto de la minoría mayoritaria que puebla las calles famélica de degustar nuevos conocimientos y de que los que queden saciados tendrán a bien compartir sus recetas que yo gustosamente anunciaré como merezcan. Para concluir, sólo me resta decir, trayendo a colación el ya olvidado publicista, que uno mismo es así publicista de las ideas que publica para su público y que este blog, a fin de cuentas, será un curso de publicidad con que demostrar que todos podemos publicar.