rss

2

De Cervantes a Hamsun

En 1605, nos cuenta Cervantes que cuentan, echa a andar un manchego de nombre Don Quijote. Dice de él todo cuanto puede decirse de un hombre: su edad y complexión, sus aficiones y hacienda, sus amistades y ocupación, y por supuesto su nombre. Lo dice sin pudor alguno, como quien nada tiene que esconder, en un franco primer capítulo. Y a él siguen otros tantos en el que se nos narran las aventuras que, a modo de episodio, componen la vida de este peculiar hidalgo. ¡Qué vida tan apasionante e intensa! Cuánto nos maravilla la actitud de este hombre que sin miedo alguno abandona su aldea y todo cuanto en ella tiene, lo deja atrás sin inmutarse porque se le ha hecho poca esa vida. Él, que lo que quiere es otra vida y sale a buscarla. Hasta tal punto se empecina en su obsesión que osa armarse caballero sin importarle que no sea ya tiempo de justas: sus enemigos y amada se inventa, y hasta las aventuras que la vida no le ofrece logra conquistar en su valeroso afán por ser quien quiere ser en cada momento. Loco lo llaman y allá donde va provoca la risa de venteros y labriegos, prostitutas y bachilleres, duques y galeotes incluso. Dónde va, se preguntan. ¿Qué misterio va a haber en esta vasta meseta que es la Mancha? ¿Qué villano va a esconderse si el sol cae a plomo sin dar tregua? Nada, nada, se dicen: un loco. Y así sentencian mientras siguen a sus tareas, sus monótonas y aburridas tareas que tan pronto abandonan como se les presenta la oportunidad de escuchar las aventuras de Amadís de Gaula o la novela del Curioso Impertinente. ¡Oh!, con cuanto embeleso escuchan sus proezas o sus desdichas, con cuanta necesidad acuden a la promesa de vivir otra vida aunque sea al auspicio de una vela cuya tenue luz les conduce a un sueño del que desearían no salir nunca. Loco lo llaman porque fíjense, ha enloquecido por tanta lectura que hasta el cura y el barbero se ven en la necesidad de purgar su biblioteca: mentiras dicen a veces, soberbia narración las menos, fantasía ilimitada de muchas otras; y así, en tanto discuten sobre literatura, pretenden curar a Don Quijote. Pero, ¿no se dan cuenta? Él ya está lejos: ha expandido sus fronteras, tan pequeña se le ha hecho esta aldea que se recorre de La Mancha a Barcelona casi sin inmutarse. Pero hasta su fama es ya motivo de gloria: que Don Quijote y Sancho Panza tienen un libro sobre sus aventuras. Que sí, que sí. Que hasta dicen que una segunda parte han publicado que por poco lo llevan a Zaragoza. Y aún con todo él es el loco; él, que ha expandido las fronteras de su mundo, que ya no se conforma con vivir la vida que le ofrece su pequeña aldea. Ellos los cuerdos, quienes le instan a regresar a la jaula, quienes incluso le hacen regresar a su aldea enjaulado por miedo a que pueda volar. Pero si es verdad, es que vuela; es que, ¡con tan sólo pensarlo podría volar! Así como de tan sólo pensar hace de la venta un castillo embrujado y de sus cueros de vino un fiero gigante, e incluso por inventarse se inventa la existencia de todo personaje allí, en la Cueva de Montesinos. En ocasiones, incluso, ni necesidad tiene de inventarse nada, ya se presta a la labor la princesa Micomicona. Por no necesitar, podríamos pensar, no necesita ni desaguar sus tripas.

Parece mentira que Don Quijote tenga tanto que ver con ese gran desconocido del que sólo sabemos que pasa mucho hambre en la Christiania de 1888. Nada más nos dice. No sabemos su nombre, ni su edad, siquiera podemos imaginar cómo es. Sólo sabemos que pasa hambre, mucho hambre. Pero ni el porqué nos atrevemos a preguntar. Le vemos vagar dando vueltas y más vueltas, nos aparece bien vestido y tan pronto como consigue dar una vuelta a la ciudad nos percatamos de que le faltan los botones a su chaleco, y sigue dando vueltas y más vueltas, hasta que incluso los zapatos están ya desgastados y desgarrados. Y, ¿no se mareará? Nos preguntamos. Nos lo preguntamos nosotros, porque aquí no hay ni prostitutas ni arrendadores; tan sólo un completo desconocido que nos cuenta el hambre que padece. Nos cuenta sus penurias y sus esfuerzos por conseguir dinero vendiendo a los periódicos sus pequeños ensayos, nos cuenta incluso las penurias que debe pasar para poder escribir. Parece ser que la acuciante necesidad de vivir ha terminado por destruir todas las aventuras; ahora, al aventurero, sólo le queda soportar penurias. Penuria tras penuria, al igual que Don Quijote vivió aventura tras aventura. ¿Y todo para qué? Si al final todos regresan a su aldea a morir, al final las aventuras marchan alistadas en un barco. Pero este otro don quijote termina por morir tan pronto como se ve en la necesidad de matar todos sus afanes: porque necesita comer, necesita un lugar donde alojarse, necesita ropa nueva. Y Don Quijote, ¿qué necesitaba? Nada, absolutamente nada. Él sólo se bastaba hasta el punto de que si quería un yelmo no tenía más que coger una bacía y ponerle un poco de imaginación. Pero con tanto hambre, tanto hambre que se sufre, ¿qué imaginar cabe?, ¡si sólo se puede pensar con el estómago! Allí, en la vieja Christiania, con el ajetreo de sus gentes, con sus calles estrechas y sus edificios que impiden que llegue la escasa luz del sol; allí no hay aventura posible. La aventura necesita de unas condiciones muy especiales, por eso no puede darse en Christiania. Pero, tampoco puede darse la aventura en la cubierta de un barco. La aventura precisa que las calles sean derribadas, que las limitaciones del barco sean sustituidas por la inmensidad de la mar. Por eso nuestro anónimo don quijote sólo puede contarnos el hambre que pasa, lo mal que se siente. Por eso somos nosotros, y sólo nosotros, los únicos que podemos mirarle. Sin embargo, Don Quijote era tema común de todos, y a su manera recibió su gloria particular. A nuestro hambriento personaje sólo le queda el recuerdo intransferible de su sufrimiento, el sufrimiento que ha vivido en su propia carne. Ya nos venimos dando cuenta que, como decía Kundera, aquel hombre idealista, valiente, capacitado para cambiar el mundo, es nuestro actual y ramplón mendigo, que haría cualquier cosa por un poco de comida que le permita estar en este cruel mundo aunque sea un día más. ¿Qué fuerza va a tener para cambiar nada si ya no encuentra cobijo ni alimento en los árboles? Ahora debe recurrir a esos fríos edificios para obtener algo de dinero a cambio de empeñar su pellejo y, con ese dinero, comprar comida. A nuestro hombre actual ya no le quedan fuerzas ni para rebautizar a las coles, ejercicio que para nuestro viejo Don Quijote hubiera supuesto un cómodo pasatiempo.

¿Qué le ha pasado a este hombre si, como ya hemos dicho, no son muy diferentes? ¿Acaso no tienen ambos dos piernas, así como dos brazos, una mano en cada uno, y dos ojos en el rostro? ¿Qué ha sucedido en ese cuarto de milenio que va de Cervantes a Hamsun? El hombre no ha podido cambiar tanto, sigue siendo un desequilibrado que pasa de la locura a la cordura en cuestión de minutos, y sigue teniendo una vida llena de actividad. Lo que ha cambiado es el mundo que habita. El mundo ya no le ofrece la posibilidad de vivir, tiene que conformarse con sobrevivir, día tras día. Ya no tiene la esperanza de alcanzar una meta, sino la desesperación que sólo la incertidumbre de no saber si comerá mañana puede producir. El mundo ya no es para él un vasto territorio a explorar, bastante tiene ya con el tormento de su interior. ¡Qué paradójico resulta entonces! Como dice Kundera, aquella novela que nos ofrecía esperanza, que nos abría las puertas a un mundo de ensoñación es la misma que ahora retrata nuestra podredumbre, que sirve de espejo en que reflejar nuestro fracaso. El fracaso de no haber sabido cumplir con las promesas que nos impusimos hace tantísimo tiempo. Cervantes nos habla de la libertad, de la amistad, de la literatura… Hamsun sólo puede hablarnos de la sociedad de las casas de empeño y de los periódicos, del dinero y la necesidad de conseguirlo para comer. Tantas veces como menta Don Quijote la palabra libertad, hace lo propio nuestro innominado antihéroe con la palabra dinero. ¡He ahí la diametral oposición! Uno nos habla de libertad, el otro de necesidad. ¿Y qué puede haber más contradictorio? ¿No son acaso libertad y necesidad dos antónimos irreconciliables? Ahora nos percatamos de que esas promesas de libertad han terminado por convertirse en palabras vacías. Ahora la libertad consiste en poder elegir entre una marca y otra. Sólo nos queda un reducto de libertad, uno sólo, que debemos aprovechar antes de que nos sea extirpado, y son los sueños. Sólo en ellos, allí donde la imaginación es pura, puede el hombre vivir aventuras. De ahí la postrera reivindicación de lo onírico por parte del surrealismo, de ahí la necesidad de volver a situar a la ficción por encima de la realidad. Pero ese será el último aliento de un cadáver que comenzó sus andaduras lleno de vitalidad con Cervantes y llegó a Hamsun exhausto hasta desfallecer.